El cine es (una) emoción, a menudo edulcorada, que rara vez prende en historias tan honestas, hermosas y arrebatadoras como las que suceden más allá de la kilométrica muralla de hormigón armado que separa las aguas del lago Pontchartrain del cauce del río Misisipi. Al otro lado del dique que protege Nueva Orleans de la violencia de las tormentas huracanadas que visitan Louisana en la era post Katrina, existe una comunidad libre y solidaria asentada sobre el palafito de afectos que une a los habitantes de 'La Bañera' del Bayou de Montagut.
Éste es el escenario de 'Bestias del sur Salvaje', de Benh Zeitlin, una ópera prima, guiada por el texto de una obra teatral de Lucy Alibar ('Juicy and Delicious'), que pone a prueba al espectador sumergiéndolo hasta las caderas en una situación de desconcierto de la que es testigo y protagonista una niña de siete años, Hushpuppy (ojo al magnetismo salvaje de Quvenzhané Wallis). Ella encarna una dignidad que se expresa mediante gestos enfurecidos ausentes de subrayados políticos, una pieza minúscula, pero vital, de un universo tan amable y cálido como hostil. Al margen de otros horizontes de significado, siempre subjetivos, Zeitlin persigue madurar una intensa relación paterno-filial entre dos criaturas huérfanas de un tercer personaje invisible; dos seres que se alimentan de su recuerdo persiguiendo una estela que se materializa en breves y poéticos flashbacks, mientras recorren los meandros que surcan la superficie de una isla anegada por la lluvia.
Zeitlin acierta a imprimir de onirismo los fotogramas oblicuos de su odisea fantasma, filtrando el metraje a través de la poética de la ensoñación vital propia de la cultura cajún, para dar forma a una extraordinaria reivindicación de la libertad en tiempos de crisis. Probablemente habrá espectadores que acusen su tacto azucarado, no dejen que eso les afecte, como premio disfrutarán una fábula que hace reales y doloro sos los placeres del realismo mágico.