Durante el pasado fin de semana, con motivo de su visita a Valencia, la imagen beatífica del Papa Benedicto XVI, sus bendiciones y reprimendas han ocupado todas las portadas. Vino a arropar el Encuentro Mundial de las Familias y a dejar palmariamente clara su postura acerca de esa institución que él contempla desde una sola y excluyente perspectiva: el matrimonio heterosexual de toda la vida. De toda la vida católica, por supuesto.
Ha debido de resultarle un mal trago saludar sonriente (aunque la sonrisa en este Papa es una mera suposición) a Rodríguez Zapatero, ese presidente díscolo que ha institucionalizado, en la España que un dictador chiquito -en más de un sentido- quiso bastión de todos los valores católicos, el matrimonio entre personas del mismo sexo. Ese presidente desmandado que no fue a la misa del domingo. Ni la vicepresidenta. Otra que tal. Pero a mí, qué quieren que les diga, no me da pesadumbre.
Y, como dispongo de mi humilde voz y del privilegio de esta columna, quiero dejar también constancia de mi bandera.
«Si el hombre pudiera decir lo que ama» es primer verso de un poema de Luis Cernuda, ilustre poeta que, entre otras mil cosas, era homosexual. El hombre, la mujer, en el tiempo en que escribió ese texto, no podía declarar su amor si era ajeno a la norma restrictiva de la moral imperante. Había de camuflarlo, cambiarle el nombre, disfrazarlo de camaradería, de amistad. La única senda posible era la marcada: un hombre y una mujer, un cura, y la sentencia: «hasta que la muerte los separe».
Yo estoy orgullosa de que esa misma España represiva sea ahora uno de los pocos países del mundo donde dos hombres o dos mujeres no sólo puedan airear sus preferencias sexuales, sino legalizar su unión. Donde tengan el derecho de llamar a esa unión matrimonio, si es su deseo. El derecho de adoptar un hijo. Y la libertad de hacerlo o no. Como cualquier pareja. Estoy orgullosa de que haya pluralidad en el modo de entender la familia. Afortunadamente, somos seres únicos. Seamos hombres o mujeres, heteros, homos, trans o bisexuales. Únicos en nuestras virtudes y nuestras imperfecciones, en nuestros gustos y nuestros ideales, en nuestras creencias y nuestras incertidumbres. Por eso cada familia constituye un universo especial e irrepetible, y el hecho de que se adapte a un modelo católico no es, en mi opinión, más relevante que el hecho de que practiquen yoga, un suponer. Todos los modelos son respetables. Se trata solamente de hacerlo lo mejor posible. Como casi todo en la vida, es cuestión de sacrificio y de amor.