Muchos le temen en estas fechas. Su llegada suele anteceder a grandes golpes de calor y hace imposible disfrutar de un día de playa sin regresar a casa completamente torturada por la arena. Pero a mí siempre me gustó el levante.
Tal vez sea porque, malagueña como es una, he sufrido muchos veranos de un terral insoportable y pegajoso que convierten en un juego de niños este viento atlántico y alocado que marca el carácter de la tierra.
Yo también nací en el Mediterráneo -lo de Sevilla fue simplemente un accidente-, y añoro el olor de las ciudades de mi costa y la quietud de sus aguas. Sin embargo, estos aires difíciles de la provincia que primero conocí en las canciones de Javier Ruibal y que luego viví en persona se han convertido en imprescindibles para mí. Y como la gran Almudena Grandes -y me da igual la redundancia-, estoy convencida de que la personalidad, la chispa, el puntito de locura que hay en esta zona no podrían existir sin esos golpes de levante que a veces me destrozan la cabeza y hasta pueden ser atenuantes en ciertos delitos, pero que también saben arrancar un golpe de genialidad a los que viven por aquí.
Pero hemos tenido nuestro primer desencuentro. La levantera me falló el pasado fin de semana, y además me cogió con la guardia baja. Fue el domingo en Chiclana, cuando me disponía a disfrutar de un esperado concierto en el que había puesto muchas ganas y mucha necesidad de desahogo. El viento lo hizo imposible, se suspendió, y nos dejó a todos, ¿verdad Ruth?, con un palmo de narices. Habrá que dejar para otro día la Locura.