Los modernos sistemas de transporte público tienen una baja siniestralidad gracias al desarrollo tecnológico pero la seguridad absoluta no existe y, de tanto en cuanto, inevitablemente, la estadística aflora en forma de un dramático siniestro. En general, los accidentes producidos en los distintos modos de transporte colectivo -de tren, de avión-, que constituyen un reto a los cada vez más sofisticados sistemas de seguridad, se deben a una acumulación infrecuente de factores que, por separado, podrían controlarse pero que en conjunto abocan a un resultado catastrófico.
Tras la primera noticia del accidente valenciano, los servicios de emergencia municipales y autonómicos han funcionado con aceptable corrección y buena coordinación. La clase política ha reaccionado de momento con prontitud y cordura -Zapatero suspendió su viaje a la India, Rajoy acudió rápidamente a la ciudad, la Casa Real adoptó las disposiciones protocolarias pertinentes y anunció la presencia de los Reyes en las honras fúnebres a las víctimas, etc. El subdelegado del Gobierno en Valencia lanzó primeramente la hipótesis de un exceso de velocidad del convoy, unido a la rotura de una rueda, y CCOO fue la primera organización que habló de la obsolescencia de la línea de metro y del material rodante. Después se recordó que la misma línea registró un accidente el pasado septiembre, aunque en un tramo de superficie, con una treintena de heridos, y que Ferrocarriles de la Generalitat Valenciana (FGV) tenía ya dispuesta su modernización.
Obviamente, tras la debida atención a los heridos y a las familias de los muertos, la principal urgencia habrá de ser la investigación del accidente en el doble sentido de depurar las responsabilidades de toda índole a que haya lugar y de aplicar los resultados de la investigación a la prevención de futuros contratiempos.
El infortunio de Valencia al haberse convertido en escenario del drama es aún más de lamentar si se piensa que la ciudad, celosa de su magnífica imagen y modelo del luminoso desarrollo mediterráneo, va a estar el sábado en el punto de mira de la atención universal con motivo de la visita del Papa y de la celebración de un evento confesional que generará la masiva llegada de peregrinos. La infausta noticia ha deslucido ya el evento, y, en todo caso, ha eliminado de raíz la beligerancia política que algunos querían atribuirle. En esta ocasión, el azar ha jugado a la trascendencia. Y no faltará quienes piensen que la trascendencia ha movido, con sus designios inescrutables, los hilos azarosos de la casualidad, mortal en este caso.
Sea como sea, las aguas políticas vienen tan revueltas y los aires están tan caldeados que es de temer que el esclarecimiento de lo ocurrido, que es necesario, se produzca en medio de un colosal griterío que arrancará incluso antes de que sea enterrado el último cadáver. Cuando el hecho debería generar reflexiones serenas que sin duda serían útiles a la hora de administrar el interés general. Porque de lo ocurrido quizá se deduzca que no es razonable descentralizar del todo los servicios públicos ferroviarios metropolitanos, o a lo mejor se concluye en que tendría sentido fiar la seguridad a reguladores independientes. En definitiva, estas disfunciones rotundas y traumáticas sacan a la luz problemas soterrados, disfunciones semiocultas por la rutina, y han de ser por tanto aprovechadas para sanear todo el sustrato político y administrativo del que provienen. La vida de los ciudadanos va en ello.
Siempre la muerte accidental es absurda, pero adquiere al menos un cierto sentido si sirve para prevenir otras muertes, para advertir de algunos riesgos, para fomentar la seguridad. Nadie debería impedir que así sea también en esta ocasión.