Tras unos años de crisis, la literatura criminal española resurge con aires más europeos, una mayor preocupación social y cierta predisposición hacia el humor disparatado. La novela policial española nació entre la prosa de quiosco y el pintoresquismo de posguerra. Los pioneros del género fueron autores que publicaban en revistas de crímenes y dominaban las artimañas del folletín. En los años treinta Jaime Bert popularizó, bajo el seudónimo de E. C. Delmar, las andanzas del primer detective español, Venancio Villabaja. Dos décadas después, Francisco García Pavón puso en escena a Plinio, el jefe de la policía de Tomesollo que, junto a su fiel don Lotario, resolvía enigmas con aroma a cocido y sacristía.
Con la Transición llegó Carvalho, que aproximadamente era la clase de individuo al que Plinio hubiese hecho seguir por si acaso. Plinio era analítico, apacible, manchego y conservador; Carvalho, cínico, izquierdista, mediterráneo y sentimental. Dos individuos antagónicos en cuyas novelas quedó atrapado el espíritu de sus respectivas épocas.
El éxito de Carvalho abrió las puertas editoriales a un buen número de autores especializados en lo criminal. A finales de los setenta y comienzo de los ochenta el género vivió una época dorada. La editorial Sedmay, por ejemplo, comenzó a publicar dentro de la colección Círculo del crimen a una especie de grupo salvaje formado por autores como Fernando Martínez Laínez, Juan Madrid, Andreu Martin o Julián Ibáñez. Eran los embajadores del hard boiled norteamericano: los más duros. Por otra parte, Jorge Martínez Reverte creaba a su inspector Gálvez y Eduardo Mendoza publicaba El misterio de la cripta embrujada. En 1984 Francisco González Ledesma ganaba el Planeta con Crónica sentimental en rojo y conseguía que miles de lectores conociesen al viejo inspector Méndez. Lo negro vendía, aunque no sería por mucho tiempo.
Nadie sabe muy bien por qué, pero, tras los años de éxito, el género fue decayendo hasta entrar en una especie de coma que duró una década. Los noventa, ese periodo que pasamos entre el prozac y el kronen, fueron malos tiempos para la novela negra. Sólo algunos libros de José Luis Muñoz, las diferentes entregas de la serie Carvalho, la aparición de personajes como Petra Delicado, la inspectora de Alicia Giménez Bartlett, o la presentación de nuevos autores como Fernando Marías, José Carlos Somoza o José Javier Abásolo, evitaron que el enfermo (con su sombrero de fieltro, su tos de fumador intransigente y su gabardina algo arrugada) pasase a mejor vida.
Lorenzo Silva reanimó al paciente con la ayuda de dos guardias civiles llamados Rubén Bevilacqua y Virginia Chamorro. El lejano país de los estanques y, sobre todo, El alquimista impaciente, que obtuvo el Nadal en 2000 (premio que Fernando Marías y Andrés Trapiello ganaron en 2001 y 2003 con sendas novelas de intriga criminal), facilitaron el regreso de la novela negra a los escaparates y además mostraron al gran público una interpretación del género más cercana a lo que se estaba haciendo en Europa. Para empezar, el detective que se mueve a sus anchas entre la legalidad y la ilegalidad, el héroe impregnado de cinismo que sobrelleva una vida calamitosa y ostenta algunas cualidades extraordinarias (ya sean intelectuales o boxísticas), deja paso al funcionario: un tipo corriente que simplemente trata de hacer su trabajo. Bevilacqua es un claro ejemplo. No es violento, apenas bebe alcohol, se relaja pintando soldaditos de plomo y se esfuerza por cumplir con su deber.
En femenino
Tampoco Petra Delicado responde al perfil clásico del protagonista de la novela criminal. Se trata de una eficiente profesional que compite en un mundo eminentemente masculino y no se permite incurrir en sentimentalismos. La inspectora Delicado, después de seis novelas, recoge el testigo de la primera detective de la literatura española, Bárbara Arenas, la protagonista de una novela de Lourdes Ortiz titulada Picadura mortal, y ocupa su lugar en un selecto grupo de protagonistas femeninos, junto a nombres como el de Kay Scarpetta, la forense de Patricia Cornwell, Kinsey Millhone, la detective adicta al jogging de Sue Grafton o Kate Martinelli, la contundente investigadora ideada por Laurie R. King.
En la última novela de Delicado, Un barco cargado de arroz, la trama gira en torno al asesinato de un mendigo por un grupo de neonazis. También La caja de marfil, una novela de José Carlos Somoza publicada en 2004, se ambientaba en el mundo de las bandas de skinheads. Dos volúmenes de Antonio Lozano, Harraga y Donde mueren los ríos, abordan el problema de la inmigración, tema que también aparecía en alguna de las historias de la más reciente entrega de Bevilacqua y Chamorro. Joaquín Leguina abordaba en su última novela, Las pruebas de la infamia, el delicado asunto de la especulación urbanística en Madrid. Xavier Moret, por su parte, le ha encargado a su detective Max Riera varios casos relacionados con la corrupción inmobiliaria en Barcelona.
Sin duda, una de las características más importantes de la nueva narrativa policíaca es su cercanía a la actualidad. Entre la crónica de sucesos y la denuncia social, los autores se esfuerzan por adaptar el género a la realidad de las sociedades modernas. Así, los robos a bancos han dejado paso a los delitos ecológicos y los hackers informáticos han ocupado el lugar de los matones a sueldo. También la violencia política ha dado su salto a la ficción criminal. El Gálvez de Martínez Reverte ha visitado Euskadi en 1982 y 2005. José Miguel Fernández Urbina abordó en 1994 el terrorismo etarra en Acción directa y José Javier Abásolo se ha adentrado en el submundo terrorista mediante novelas como Nadie es inocente o la reciente El aniversario de la independencia.
Hay otros motivos por los que el trabajo del detective se ha complicado en los últimos años. Si antes se enfrentaba a educados asesinatos en el Orient Express, hoy se las ve con criminales feroces que representan el mal en estado puro. Andreu Martín se puso en la piel de un psicópata en A martillazos y en novelas como El hombre de la navaja o Corpus delicti ha utilizado la figura del asesino en serie. También Roger Wolfe hizo un intento por adaptar el American Psycho de Bret Easton Ellis en El índice de Dios.
El humor
Aunque quizá el aspecto más llamativo de la nueva novela negra española sea la presencia tumultuosa del humor. Y no nos referimos a la cortante ironía que distingue al género, sino al humor negro, surrealista y disparatado que se aprecia en novelas recientes como Lo peor que le puede pasar a un cruasán de Pablo Tussets, Mala suerte y López López de Juan Aparicio Belmonte o Sangre a borbotones, el inclasificable texto de Rafael Reig. Hay puristas que no toleran que se incluyan dentro del canon criminal estos libros que probablemente le deben más a John Kennedy Toole que a Dashiell Hammett. Sin embargo, es indudable que su estructura responde a la de los policiales clásicos y que sus protagonistas, pese a sus obesidades, alopecias y desvaríos, ejercen de detectives. Lo hacen de un modo calamitoso, es cierto, pero su peculiar encanto está atrayendo a numerosos lectores y propiciando la consolidación entre nosotros de un género que comienza a gozar de una salud exultante tras la crisis de los noventa.