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Lunes, 26 de junio de 2006
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JEREZ
Jerez
En las cárceles de Franco
Cuando se conmemoran los 30 años de la Ley de Amnistía a Presos Políticos del franquismo, sus testimonios siguen estando marcados por la entrega y compromiso
En las cárceles          de Franco
TRAYECTORIA. Sebastián González ha sido dirigente sindical, vecinal y concejal en el Ayuntamiento de Jerez. / JUAN CARLOS CORCHADO
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Sebastián González regresaba de ver al Obispo. Había decidido, como secretario de la Hermandad Obrera de Acción Católica, referirle al prelado en persona que tenía evidencias de que se estaba torturando a compañeros en algunas comisarías de la provincia, y rogarle de paso su intermediación. La reunión fue tensa y estéril. El joven, militante de los movimientos cristianos de base, volvió desalentado a casa. «La Policía ha venido a buscarte tres veces», le advirtió un vecino, cuando subía aún por las escaleras. Sebastián le explicó apresuradamente la situación a su esposa, pero no le dio tiempo a más. La brigada político social pateó la puerta, lo identificó y se lo llevó a empujones a comisaría. Era el 4 de junio de 1974. Tres y media de la madrugada.

Sebastián tiene hoy 64 años. La suya es una figura exhausta, y él lo sabe. «Últimamente me fallan las fuerzas hasta para ponerme la camisa», reconoce. Pero mantiene el porte digno, ceremonioso, de quien viene de lejos. De pelear mucho, demasiado quizás, por valores, ideales y compromisos que en 2006 suenan a substancias abstractas, pero que en su evocación, extraviada en el tiempo, cobran una intensidad inusitada, una realidad viva y punzante.

El interrogatorio se desarrolló en San Fernando. Consistía en un ritual crudo, mil veces ejercitado, de agresiones verbales y físicas, consignado para mermar el aguante psicológico del detenido. No se le permitía dormir, ni hablar con nadie, ni ir al servicio. Cuando por fin su familia consiguió verlo, su suegro le dejó en la celda una manta y un bocadillo. Lo primero que hizo el policía de guardia fue hacer sus necesidades encima, e invitarlo después a comérselo. «Recibí toda clase de puñetazos, golpes, patadas. Me sacaban de madrugada de la celda para meterme la cabeza en una pileta con agua».

Exigían nombres. Querían saber donde se escondía el dinero de la USO, sindicato del que sospechaban que Sebastián era tesorero. Además, estaban empeñados en localizar la multicopista con la que el colectivo editaba clandestinamente sus reivindicaciones. «Me acordé de que en la Iglesia de San Sebastián -precisamente- había una máquina de escribir y una multicopista parecidas, así que los convencí de que era la nuestra, y salvamos la documentación del sindicato mientras descubrían el engaño».

El traslado a la cárcel resultó un alivio. Sebastián recuerda, con una mueca irónica, que, al llegar a la prisión, se sintió como en el cielo, porque «que te aíslen tres días, sin salir, después de estar sometido a todo tipo de degradaciones y humillaciones en comisaría, es como ir a parar al paraíso».

José María Gaitero es un hombre afable, cercano, que sonríe mientras habla, y se expresa con desenvoltura. Vehemente, espontáneo, afectuoso. Fue el enlace sindical más joven de España, con 19 años. Militó también en los movimientos cristianos de izquierda, y de ahí saltó a USO. En su caso, la detención se produjo en las bodegas Palomino Vergara, donde trabajaba. El capataz, cuando los efectivos de la Brigada Político Social se lo llevaban esposado, le gritó «Ea, chaval, ya tienes lo que venías buscando». Gaitero encajó aquello con suficiencia: «Era el síntoma de que mi trabajo reivindicativo y sindical era bueno, y les estaba afectando». Su padre presenció la escena. «Llama a un abogado, papá», le pidió, mientras lo apretaban en el asiento de atrás del coche. «Tú has visto demasiadas películas americanas, niño», le replicó el policía, recordándole que no tenía «más derechos que los que ellos me dejaran tener».

En comisaría lo retuvieron tres días y cuatro noches, sin dormir. Los interrogatorios siempre eran nocturnos, porque los calabozos estaban en la segunda planta del edificio, encima de las oficinas y de día «la gente podría oír los golpes y los insultos». El oficial, aventajado en estos asuntos, le puso una regla y una pistola encima de la mesa. «¿Por dónde quieres empezar?», le preguntó.

Ya en la prisión lo recluyeron en el pabellón de los «vagos y maleantes». «Estábamos todos apilados en un salón grande, con literas y un servicio común, que apestaba, porque muchos hacían sus necesidades en el suelo». El segundo día el funcionario le anunció que había recibido orden de que «los políticos y los maricones estuvieran aislados». José María le dio las gracias: «No me importa demasiado si es por lo uno o por lo otro», le respondió, «pero sáqueme de aquí».

Manuel Romero Ruiz, afiliado al PCE, mantiene un aspecto abigarrado y singular. Cuenta su historia de manera intermitente, con lentos paréntesis, como si se le escapara algo. Gasta una expresión sobria, llena y ceñuda, que desprende una especie de seriedad crispada, fruto, quizá, de su resistencia instintiva a que se trivialice el relato: «No era una lucha romántica, era una pelea dura, continuada, contra el sistema, una pelea sin tregua que a muchos les costó caro, les costó la salud, la familia, la vida entera».

Desde el Partido contribuyó a organizar una de las huelgas más duras de principios de los 70, cuando la izquierda paralizó la poda reivindicando un suelo mínimo de 300 pesetas para los jornaleros, una verdadera miseria. Los terratenientes tardaron dos meses en ceder, pero a Manuel, al igual que a otros tantos, aquello le costó caro. Una comisión de grandes viñistas jerezanos viajaron a Madrid y denunciaron en la Dirección General de Seguridad que estaban siendo sometidos al chantaje de «los rojos». La cadena de detenciones no se hizo esperar: cayó casi todo el comité provincial. «Primero fueron los compañeros de Sanlúcar, Trebujena y El Puerto. Después vinieron a por los de aquí, y ahí me pillaron. Menos mal que me dio tiempo a destruir toda la documentación». Su interrogatorio fue especialmente duro.

El comisario le pedía el nombre «de los mil comunistas que hay en Jerez». «Si aquí hubiera mil comunistas - replicó- le aseguro que usted no estaba sentado en esa silla». Le dieron lo que él denomina «las palizas habituales» y que, entre otras cosas, consistía en aguantar que el policía de turno le pusiera cada dos por tres el cañón de la pistola en la nuca, advirtiéndole de que «en Estado de excepción, vale todo, y aquí nadie va a preguntar por ti». «Pasé mucho, mucho miedo», reconoce, «porque el cansancio, el hambre, los golpes hacen que te vengas abajo, pero había que intentar por todos los medios que no se notase, para que no pensaran que te podían sacar nada».

Mientras se celebraba el juicio y tras varias jornadas consecutivas de interrogatorios y humillaciones, lo dejaron salir a la calle. Lo primero que hizo, tras asegurarse de que nadie lo seguía, fue «avisar a los compañeros que pensé que estaban en peligro, y organizar un sistema de pagos y contribuciones de afiliados y simpatizantes para que a las familias de los que ya estaban encarcelados no les faltase para comer». Entre otras cosas, reconoce, «porque mi mujer estaba embarazada y sabía que no faltaba mucho para que me encerraran a mí». Lo condenaron a dos años, de los que cumplió nueve meses, gracias a un indulto inesperado que el Generalísimo concedió cuando al actual Rey «lo hicieron príncipe».

Sus historias conforman la crónica viva de cómo se lleva a la práctica, hasta sus últimas consecuencias, una exigencia moral. Por encima de la fatiga y el desencanto, por detrás de la resaca inevitable de una existencia compleja, dedicada a perseguir un ideal que no llega nunca, que se mueve como el horizonte, se trasluce de algún modo esa probidad oculta, intacta a pesar de los reveses, esa pureza de espíritu, capaz de rebelarse con la misma irritación ante cualquier injusticia, ahora igual que hace cuarenta años; ese convencimiento, vigente y pleno, de que la única tarea improrrogable y perentoria es, ni más ni menos, que la de cambiar el mundo.



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