El ir a torear al campo en un tentadero conserva todo ese lado oculto e intimista que en una plaza de toros es casi imposible encontrar. Uno se siente en casa y suelo del toro bravo, allí donde el toro crece, vive, pelea, galopa y es rey majestuoso de la dehesa. Uno, como invitado, respira el aire del campo, que no es otro que el aire de la naturaleza desnuda, pura y eterna. Y lo respira en ese estado flotante al sentir cerca lo más sagrado, como es la casa del toro. Ese enigmático animal, pletórico de fuerza, belleza y de primitivos instintos que te recuerdan con su mirada toda esa esencia del todo y de la nada, de límites y comienzos, y que te hace olvidar por instantes la vida cotidiana. Allí, en la mirada del toro, uno se deja perder y encontrar por la raíz del tiempo, con su calma, con su adormecer.... Pero, a la vez, te hace sentir la viveza y la cautela al miedo más íntimo.
Uno se siente desnudo ante la mirada seria de la fiera, como si él te traspasara la ropa, y no sólo eso, sino que leyera tus ideas y tu espíritu, con tus temores y tus secretos, como si fuera un viejo sabio con pitones de fuego y lomos de hierro azabache. Te dice con su mirar desafiante que estás en su casa, y que es su territorio. Sintiendo todo eso, uno se ve pequeño e irrisorio. De ahí, y partiendo de nada, se produce el enorme milagro del toreo: cómo un simple hombre con una tela roja logra poder con tan portentoso animal. Uno le planta la muleta alante y educadamente lo invita a ser engañado. Entonces lo lleva, lo manda, lo templa y lo piensas, porque el toreo es sobre todas las cosas un arte que se piensa, claro está, arte para aquellos que lo entiendan y sepan ejecutarlo como tal, que siempre han sido pocos.
Cuando se logra la buscada unión, el hombre que antes se veía ridículo e insignificante ahora se siente poderoso y grande. Se hace diablo el ángel y valiente el temeroso. Pero incluso en ese estado fascinante de poder al toro, uno mira su mirada y recuerda estar en su casa y solo, porque aun estando acompañado tú ni ves ni oyes a tu alrededor. Ese animal y su mirar te dice sin decir que estás solo, más solo que nunca, y que si no te centras puedes pagar con tu propia sangre el mirar a otro lado. Es la magia del toreo en el campo, y esa fuente de sensaciones íntimas que tan difícil se hace encontrar en una plaza abarrotada donde, pienso yo, que para el torero debe ser una lucha de titanes encontrar esa soledad que en el campo tan fácil es encontrar.