No seré yo el que camine estos días por el Coto de Doñana. No seré el que ande junto al Simpecado por las dunas. No termino de verme en un rengue tapeando al rededor de una hoguera, ni cantando una salve a las puertas de la aldea. Pues no, la verdad es que me cuesta mucho imaginarlo. Lo del Rocío, ni lo disfruto, ni lo entiendo. Nunca lo he vivido desde dentro, y lo que veo desde fuera no me atrae especialmente.
No le niego que los envidio. Pues los romeros pueden presumir de disfrutar de un privilegio que pocos se pueden permitir. Eso de pasear en plena primavera por uno de los parajes más bellos del viejo continente, no es algo que se pueda hacer todo los días.
Los vaivenes de la vida me han permitido galopar por los pinares rompiendo la cercana brisa de las marismas, escalar una empinada duna para descubrir las plateadas orillas de Sanlúcar o perderme bajo el enorme manto de estrellas de Doñana. Algo que me ha enseñado a valorar sobre manera ese pequeño rincón donde uno entiende la palabra naturaleza. Al pisar esa tierra, que tratan de cuidar escrupulosamente, uno trata de no interferir en el ecosistema, incluso procurando caminar sin dejar huella. Por eso, la visión de restos de basura chocaba con toda la sensación de pureza que desprende el Coto. «Eso son los del Rocío», me comentaba uno de los guardas. Como en todo, generalizar no es correcto, pero es una lástima que éstos que cuenta con el privilegio que otros no tienen, encima dejen su recuerdo al paso por este paraíso. Son muchos, y es imposible que se hagan invisibles a su paso por esta zona, pero no estaría mal que disfrutaran, al mismo tiempo que cuidan, la obra del Dios al que veneran.