Con gran frivolidad, la política catalana parece haber superado ya la preocupación por el resultado del referéndum del próximo día 18 de junio para centrarse en el debate preelectoral. Las élites del Principado, que durante dos años han obsequiado a sus ciudadanos con uno de los más penosos espectáculos de toda la vida democrática española desde la transición, parecen ignorar que los sondeos justifican cierta alarma por el futuro del proyecto estatutario (una encuesta virtual del principal periódico de Cataluña, sin pretensiones científicas pero bien expresiva, arroja de momento un claro triunfo del 'no') y se han lanzado ya a la precampaña de unas elecciones anticipadas que habrán de celebrarse en otoño y que, por su posición estratégica en el calendario, cercanas ya a las elecciones autonómicas y municipales del 2007, tendrán relevante trascendencia en todo el Estado.
Una de las cuestiones clave de este debate anticipado sobre las próximas elecciones es, evidentemente, la continuidad o no de Maragall, quien, pese a gobernar en minoría tras la expulsión de Esquerra de la Generalitat, ha decidido posponer el anuncio de su candidatura o retirada hasta después de la consulta estatutaria. Pero es inevitable que la polémica sobre este asunto crezca y se enmarañe, para desesperación de quienes, con más realismo, ven alarmados el peligro que corre el establishment si el 'sí' al Estatut no obtiene un buen resultado, en porcentaje y en participación.
De momento, Maragall no ha confirmado su deseo de presentarse nuevamente candidato a la Generalitat al frente del PSC aunque tampoco disimula su voluntad de hacerlo. Rodríguez Zapatero desea su relevo y, según se afirma -aunque con rotundos desmentidos de las partes-, el célebre pacto Zapatero-Mas del 21 de enero, en que se acordaron los términos del Estatuto catalán que lo han hecho viable, incluía la jubilación de Maragall. Obviamente, en pura teoría, el asunto sólo concierne al PSC y, subsidiariamente, al PSOE, pero el papel desempeñado por Maragall en estos dos años de irreflexión y desgobierno en Cataluña parece recomendar su retirada, por simples razones de salubridad política.
Lo sucedido es de dominio público pero conviene recordarlo porque la política discurre demasiado vertiginosamente y la memoria es, con frecuencia, flaca: Maragall, asido a la disponibilidad manifestada por Zapatero en lo tocante a aceptar una propuesta de reforma estatutaria ambiciosa aunque con los requisitos del amplio consenso y la plena constitucionalidad, avaló con su voto y envió a Madrid un proyecto explosivo que hubiera podido estallarle entre las manos al Gobierno socialista si Zapatero no hubiera encontrado la sensatez y la sensibilidad de un Artur Mas dispuesto a evitar el desastre. Maragall, enfebrecido por su incomprensible deriva nacionalista -ya no catalanista- y apenas atento a su propio interés, avaló, en fin, el auténtico desafuero promovido por ERC, movido por el único afán de mantener en pie el inviable tripartito. Semejante actitud suscita dos conclusiones obvias: de un lado, la clientela natural del PSC, supuestamente socialista, tiene que encontrarse gravemente desorientada al ver cómo su partido ha competido con ERC en vehemencia nacionalista; de otro lado, Maragall no es el líder que conviene a la familia socialista. La brillantez indiscutible del personaje no ha sido en esta ocasión capaz de ocultar su desorientación ni su condescendencia con veleidades inaceptables, que tienen que haber molestado profundamente al núcleo central de la madura sociedad catalana.
Los futuros equilibrios de Cataluña dependen evidentemente de cuáles sean las preferencias del electorado, pero en la hora presente cabe apuntar que de todo el maremágnum estatutario apenas una fuerza política ha obtenido prestigio y rentabilidad: CiU, que ha sabido, desde la oposición, definir e impulsar el proceso, exitoso gracias a su buen hacer. Así las cosas, si se produce efectivamente la victoria de Mas y no por mayoría absoluta, la alianza CiU-PSC, la gran coalición, será probablemente la fórmula más razonable para estabilizar la comunidad autónoma y poner en marcha el nuevo Estatuto. En este caso, es claro por razones obvias que el aliado de Mas en la Generalitat no podría ser Maragall: Montilla sería seguramente la persona idónea.
Todo esto no es más que un cúmulo de especulaciones sin otro fundamento que la intuición y el análisis prospectivo, sujeto a algunas variables hoy por hoy imposibles de precisar. Con todo, la necesidad de renovación del PSC es objetiva y habría de producirse en cualquier caso, sea cual sea la hipótesis de futuro que se confirme. La política ya no es en nuestros viejos países una sucesión de ocurrencias más o menos luminosas y brillantes sino el fruto nada sorprendente de la solvencia intelectual de unos programas, siempre coherentes con el ideario moderado y previsible de los partidos.