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Domingo, 21 de mayo de 2006
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Opinion
¿Es humano silenciar a Dios?
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Siempre me ha llamado gratamente la atención el testimonio de tantas personas del mundo del espectáculo que, en sus apariciones públicas, hablan con gran naturalidad de Dios y de sus convicciones religiosas. Lo mismo ocurre con las personas sencillas de nuestro pueblo que, en su lenguaje corriente, expresan sus sentimientos religiosos. No se debería olvidar aquella enseñanza de San Agustín que dice: «sentimos a Dios con más certeza de lo que podemos expresar, y Él existe con más certeza de lo que podemos sentir». No obstante, esta franqueza en confesar públicamente las creencias personales se ve, desde la mentalidad laicista de moda, como una reliquia del pasado, algo ñoño y caducado. Así, algunos personajes de la vida pública, para evitar la pregunta acerca de sus creencias personales, aluden siempre al ámbito de lo privado, revistiéndolo con un halo de humildad y respeto hacia toda forma religiosa. Se trata precisamente de una postura políticamente correcta. Sin embargo, lo que se pretende transmitir es que Dios debe ser expulsado de la plaza pública, que la fe no tiene dimensión social alguna y que los creyentes tienen que guardarse sus creencias; y lo que parece una respuesta tolerante encierra una gran dosis de intolerancia, porque se está violentando el derecho más fundamental del ser humano: pronunciar el nombre de Dios sin coacción para quienes lo invocan. Silenciar las convicciones religiosas como signo de madurez democrática evidencia falta de libertad personal y, a la vez, una concepción unidimensional del ser humano y una deficiente concepción la religión.

Para no caer en posturas autoritarias, revestidas de lenguaje populista, tan frecuente en el laicismo contemporáneo, convendría recordar a los que postulan la privatización de las creencias, que la religión es un elemento estructural de la conciencia humana, una categoría universal indispensable, porque se presenta como un fenómeno característico de todas las sociedades y de todas las culturas. La tesis de la Ilustración, que sostenía la decadencia de las religiones, y que más tarde siguió el marxismo, ha quedado desmentida por los hechos, incluso en los países oficialmente ateos. Es más, multitud de pensadores, por ejemplo Max Weber, prestigioso fundador de la sociología religiosa, describiendo más específicamente el papel cultural del cristianismo, sostiene cómo es precisamente el factor religioso el que ha jugado un papel decisivo en la modernización de la sociedad industrial. Así quedan atrás las ideas de que la superstición es la causa presunta de toda religión. Pero parece que a determinados personajes públicos de nuestros días se les ha parado el reloj hace dos siglos, quedándose en los tópicos más pobretones y anticuados sobre Dios y la religión.

Se intenta arrinconar la religión en la esfera privada, cuando se la ve como mera ideología o estructura de poder que se pueda oponer a los fines trazados por cualquier proyecto político. Si Dios desaparece de la esfera pública, relegándolo a corazones atemorizados, el poder tiene las manos libres para imponer la dictadura de las conciencias, que es el peor de todos los totalitarismos. Benedicto XVI lo la dicho muy claramente: «Dios está muy marginado en la sociedad contemporánea. En la vida política parece casi indecente hablar de Dios, como si fuese un ataque a la libertad de quien no cree. El mundo político sigue sus normas y sus caminos, excluyendo a Dios como algo que no pertenece a esta tierra. Una sociedad en la que Dios es absolutamente ausente se autodestruye. Lo hemos visto en los grandes regímenes totalitarios del siglo pasado». Por lo tanto, silenciar a Dios va contra el hombre, es contrario a sus derechos fundamentales y pone en peligro el futuro de la sociedad.



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