TENGO sobre la mesa del salón las temibles cartas, esas con las insignias de la Agencia Tributaria y de Jereyssa, junto a otro montoncito de facturas del banco, del seguro del coche, del teléfono que el mes pasado prometí no descolgar, de varias tiendas cuyas puertas juré y perjuré que no volvería a cruzar. Llega la época de cumplir con nuestras obligaciones como ciudadanas y ciudadanos pero, la verdad, yo no puedo evitar sentirme como una pobre vaca, cada vez más escuálida, a la que ordeñan en pro del sostenimiento de un país que tampoco me agradece demasiado mi inestimable colaboración.
Es el momento de preguntarse: ¿dónde van nuestros impuestos? Es la época de quejarse porque las carreteras y comunicaciones no parecen mejorar tan rápido, ni el sistema sanitario, ni siquiera la economía nacional a nivel global, y mucho menos la calidad de vida de los pensionistas y los colectivos más desfavorecidos. Es el momento de cuestionarse qué demonios hacen nuestros gobernantes, los que sean, con el dinerito que tantos sudores y esfuerzos nos cuesta ganar.
Y no se trata de una cuestión política. Es algo visceral, una respuesta instintiva y cargada de inusitada violencia ante un ataque frontal contra nuestra economía familiar, justo a las puertas del verano. Sólo hay que acercarse a cualquier oficina de Hacienda y contemplar a la gente en las colas, y sus caras que reflejan una peligrosa mezcla de dudas y rabia. Menos mal que los funcionarios están vacunados contra las mordeduras de contribuyentes furiosos porque, todos juntos, formamos una productiva central lechera.