La historia en el arte del toreo se hace paso a paso. Cada torero a su ritmo y compás, dejando atrás un camino a veces largo, otras demasiado corto. Pero no es la cantidad de pasos lo que se valora, lo que queda en el pisar del albero es lo que cala en el corazón de la afición. A veces se deja una huella tan honda que se hace imborrable. Nunca vi un paseíllo más bello como el que hizo Rafael de Paula el pasado 1 de abril en Las Ventas de Madrid.
Se homenajeaba al más poeta de los toreros, al que nos dio un nuevo sentir en el arte, a quien hizo de lo único un eterno misterio. Sólo él y todo él. Vestido impecablemente con un traje negro, camisa blanca torera abrochada hasta el último botón del cuello, sombrero de ala ancha gris y pañuelo en mano, salió a la plaza. En su rostro se apreciaba la emoción y el nerviosismo de un hombre que siente el arte a flor de piel. La leyenda salió del burladero y se dirigió a la raya de picadores, nadie sabía lo que haría, todo era imprevisible. Todo magia como siempre en él. Se detuvo y restregó sus pies con el albero como solía hacer siempre antes de sus paseíllos. La plaza se hizo locura y la ovación estruendo. Gritos de «Viva Paula» y «torero, torero» se escuchaban en el aire. El ambiente era distinto, el viento soplaba cantes de acontecimiento histórico, de desgarradora melancolía.... de tarde de Paula. Su caminar lento, parsimonioso, frágil, delicado, soñado pero vivido y disfrutado; en cada solemne paso un olé. Nos trajo aquellas tardes de gitanería sublime, lances imposibles, era él. Sólo podía ser él. Su mito, su ahora, su nunca y su jamás. Llegó al centro del anillo y saludó sombrero en mano con una ligera brisa de viento a un respetable entregado a la conmoción hecha torero.
Lágrimas y ecos de otro tiempo se hicieron nuevos. ¿No se puede ser más torero! Volvió a ponerse el sombrero con dulce esfuerzo, y en su vuelta pareció torear por chicuelinas al paso. Lloro, y lo digo en voz alta y no callada, emocionado al escribir estas palabras. Se me encogió el corazón con cada paso que dio. Hacía seis años, desde aquella tarde en Jerez, que no sentía el estremecimiento negro y azabache, el sentimiento más desnudo del espíritu. Me hizo revivir toda la grandeza de un arte que, aunque jamás olvido, sí se me antojaba perdido. Gracias, torero, mi torero.