Las encuestas atestiguan que la opinión pública ha interiorizado complacida la marcha de los acontecimientos en lo tocante a los dos grandes asuntos que han consumido la mayor parte de la atención durante el primer bienio de la legislatura, el Estatuto de Autonomía de Cataluña y el fin de la violencia etarra. La reforma estatutaria ha sido reconducida a territorios razonables y pacíficos por las dos fuerzas centrales de España y de Cataluña. Y asimismo se ha constatado con alivio que el terrorismo etarra ha llegado muy probablemente a su término definitivo, tras el esfuerzo conjunto realizado por los dos grandes partidos en los últimos años. En estas circunstancias, y cuando el optimismo político, justificado, ha redundado también en un incremento notorio de la confianza de los agentes económicos, no es extraño que el partido gubernamental se vea reconocido por el cuerpo social.
La contemplación retrospectiva de estos últimos dos años resucita sin embargo una preocupación latente: la resultante de haber asistido a una reclamación catalana claramente soberanista, semejante al plan Ibarretxe, que llegó a contar con el apoyo del 90% de los representantes políticos de la comunidad autónoma, incluidos los de la facción catalana del PSOE y los del partido de Pujol, el nacionalismo moderado que trajo a Cataluña desde la transición a su posición actual.
No parece aventurado atribuir esta eclosión ultranacionalista en Cataluña a la previa reconcentración centralista del Gobierno de Madrid durante la segunda legislatura de Aznar. En cualquier caso, ni el preocupante ascenso de ERC en las elecciones autonómicas catalanas del 2003 ni la radicalización de CiU pueden ser desconocidos en los análisis de coyuntura: tras la aprobación del nuevo Estatuto de Cataluña es necesario estabilizar el modelo y formalizar de algún modo una durable alianza centro-periferia que asegure los grandes equilibrios futuros en un sistema político en el que las mayorías absolutas son excepcionales.
La estabilización del Ejecutivo central ha corrido siempre a cargo de CiU, que sostuvo a la mayoría gubernamental en los períodos 1991-1996 con el PSOE y 1996-2000 con el PP. Pero en todos los casos fue mediante apoyos externos, lógicamente otorgados a cambio de otras concesiones. El renovado Partido Socialista de Zapatero llegó al Gobierno en 2004 mediatizado por la previa formación del tripartito en Cataluña. Pero finalmente hubo de imponerse la lógica de la ideología y de la racionalidad y el gran pacto político de la legislatura ha tenido que firmarlo el PSOE con CiU, que circunstancialmente está en la oposición en Cataluña. Lo lógico es que esta cooperación, fundada en el pacto estatutario que suscribieron Rodríguez Zapatero y Mas en enero, se consolide.
Ésta es la propuesta que acaba de formular el presidente de Unió Democrática de Catalunya (UDC), el socio de Convergencia en CiU. Para Duran Lleida, la aprobación del Estatuto abre una «nueva etapa» en la que «el catalanismo ha de gobernar en España». Los objetivos eran dos: contribuir al desarrollo español y asegurarse el porvenir de Cataluña en una España próspera y convenientemente gobernada. El modelo circunstancial de Duran está por otra parte bien a mano: en Alemania ya gobiernan los socialdemócratas y los democristianos, «dos corrientes ideológicas capaces de pactar desde sus fundamentos las bases del sistema social, educativo y económico»...
Es claro que, de fructificar, esta propuesta de cooperación, que incluiría la entrada de CiU en el Gobierno, no tendría lugar antes de las elecciones catalanas. Pero sí podría fructificar en el último tramo de la legislatura estatal, como garantía del cierre fecundo, durante un largo período de tiempo, del Estado de las autonomías.