Con la disolución del Ayuntamiento de Marbella en un Consejo de Ministros de carácter extraordinario, se empezó a formalizar ayer el epílogo de la infortunada etapa de gobierno municipal dominada por el gilismo. Aunque la opinión pública parecía haberse narcotizado ante los desmanes ocurridos en esta localidad como si fuesen una extravagancia más de la personalidad de Jesús Gil, finalmente se ha tocado fondo tras el encarcelamiento de la alcaldesa de Marbella y su primera teniente de alcalde con la que cogobernaba la ciudad bajo pautas diseñadas por el asesor urbanístico también en prisión. La situación de Marbella resultaba ya insostenible y, aunque quepa discutir si esta medida debió adoptarse antes o no, el contexto actual no dejaba margen ante la apremiante necesidad de promover su disolución. Es lo que ha hecho la Junta de Andalucía colaborando con el Consejo de Ministros para activar ese proceso en el plazo de unas pocas horas. Se trata de una medida extraordinaria para la autonomía municipal, sin precedentes en la democracia española.
Aunque la creación de una comisión gestora parece la vía más plausible a partir de ahora, el Gobierno ha preferido actuar con prudencia reclamando un informe al Consejo de Estado sobre la posibilidad de convocar elecciones, y de eso evita cualquier sombra de partidismo en su decisión a un año de los comicios que deberían amortizar esa época ominosa de la ciudad. Esa solución, defendida vehementemente por el PP, tendría la virtud de devolver la soberanía a los ciudadanos de Marbella y evitar un clima de desconfianza durante meses de intervención coincidiendo con tres administraciones gobernadas por el PSOE y además con las competencias urbanísticas rescatadas en Sevilla. Todo indica, sin embargo, que no hay margen para apurar esos plazos. En todo caso, esos temores parecen alejarse con las primeras declaraciones apuntando a una gestora liderada por figuras técnicas independientes y de prestigio para despejar suspicacias. Ello no excluye, sin embargo, la presencia de representantes políticos que reflejen la voluntad popular y el pluralismo. Y, finalmente, las decisiones de la gestora van a estar estrechamente vigiladas.
Se cometería un serio error si se creyese que con la disolución del Ayuntamiento se pone fin al problema de la corrupción. Sin duda, Marbella puede considerarse el paroxismo del abuso de las competencias urbanísticas, pero de ningún modo el modelo es privativo de esa localidad. Buena parte del litoral mediterráneo ha operado de forma similar y eso mismo cabe decir de las grandes ciudades, como se ha visto en los escándalos de Madrid o el Aljarafe sevillano, y en cualquier zona con un desarrollo urbanístico dinámico. Aunque haya resistencia a admitirlo, es evidente que los controles son insuficientes o deficientes; y la agilidad para frenar los abusos está claramente oxidada, ya que Marbella ha requerido de años para atajar algo palmario desde hace ya una década. Esto debe alentar la reflexión más allá del caso Marbella.