El olvidado «Mussolini» español descartado como dictador en vez de Primo de Rivera por una bofetada
Antes de que triunfara el golpe de Estado en 1923, hubo otra conspiración en marcha que pudo haber erigido como caudillo de España a Francisco Aguilera, «un general de muy cortas luces» apoyado por elementos de izquierda

Desde finales de la década de 1910, en España ya se conspiraba mucho y sin tapujos. Se puede ver, por ejemplo, en las «amistosas» cartas que Fernando Primo de Rivera —uno de los militares más destacados de la Restauración y tío del futuro dictador— le enviaba a Alfonso XIII . En una fechada en 1920 , este le proponía una especie de dictadura temporal, algo así como un tutelaje militar que debía durar dos años para concluir, tras depurar a los elementos más indeseables del Ejército y la clase política, en unas elecciones generales.
El general lo describía como «un gobierno de marcado carácter civil, pero apoyado en la fuerza militar, que, sin variar el régimen constitucional, lo suspendiera totalmente por un tiempo». Como apuntaba Javier Tusell en un reportaje para la revista «La aventura de la historia» de 1998, esta correspondencia es la muestra más clara de las frecuentes presiones que sufría el monarca para que aceptara un golpe de características semejantes al que triunfó, poco después, con Miguel Primo de Rivera .
Lo que nadie recuerda hoy en día es que, antes de que se produjera este, había otra conspiración en marcha que pudo haber erigido como dictador de España no a Primo de Rivera, sino al olvidado Francisco Aguilera (Ciudad Real, 1857 - Madrid, 1931). El mismo historiador lo describía como «un general de muy cortas luces» que presidía el Consejo de Justicia Militar y que, jaleado por elementos de izquierda, pretendía aparecer como la persona destinada a exigir las máximas responsabilidades a los políticos por el desastre de Annual .
Aquella derrota sufrida en suelo marroquí había producido en el seno del Ejército una sensación de agresión por parte del Gobierno, los ministros y los diputados, a los que nuestro protagonista reprochó que siempre pidieran a sus tropas misiones prácticamente imposibles, como someter a unos indígenas belicosos sin los medios adecuados y en condiciones deplorables. Y no le faltaba razón, puesto que el 22 de julio de 1921 fue una jornada negra para la historia de España, después de que el líder rifeño Abd el-Krim atacara con sus tribus el campamento de Annual y provocara entre 10.000 y 13.000 muertos españoles.
Responsabilidades políticas
Lo acontecido fue tan grave que, en las jornadas siguientes, el Gobierno de la Restauración impidió a los medios de comunicación hacer referencia al desastre, con el objetivo de evitar que cundiera el pánico entre la población. «El lector advertirá hoy una ausencia total de información sobre África. Se ha establecido la censura previa», aseguraba ABC. Pero cuando la tragedia comenzó a filtrarse, provocó una doble reacción en todo el país. Por un lado, conmocionó a los españoles, que estaban todavía traumatizados por la pérdida de las últimas colonias en 1898. Y, por otro, sublevó lo suficiente a la sociedad, como para que, efectivamente, se exigieran responsabilidades y se investigaran las causas que habían provocado la masacre.

Fue ese momento en el que entró en juego nuestro protagonista, que pretendía erigirse como el militar que iba a obligar a los políticos a asumir sus responsabilidades en la que había sido, según muchos historiadores, la mayor derrota militar de nuestro país en el siglo XX. De esta forma, «Mulolini» (sic) —como llamaba todo el mundo al general Aguilera en referencia al dictador italiano que acababa de instaurar el primer régimen fascista de la historia—, se preparó para dar un golpe sobre la mesa.
Miguel Primo de Rivera, nombrado capitán general de Barcelona hacía poco tiempo, estaba más lejos que el propio Aguilera de ser considerado el caudillo de un gran movimiento militar y lo sabía. Y no es porque le faltara osadía o interés en los asuntos políticos, ni que no contara con los suficientes apoyos, sino porque su figura fue discutida durante un tiempo. Nuestro protagonista, por el contrario, gozaba de más prestigio dentro el Ejército, por lo menos de momento, hasta el punto de que se barajó su nombre para encabezar un directorio militar en los meses previos al golpe de Estado de septiembre de 1923.
Un golpe de Estados «socialista»
Sin embargo, cuando Primo de Rivera puso en marcha su «Cuadrilátero», como se conoce al núcleo formado por los cuatro generales madrileños que, desde principios de 1923, le ayudaron a preparar su asonada — José Cavalcanti , Federico Berenguer , Leopoldo Saro y Antonio Dabán —, siempre tuvo claro que debía atraer a Aguilera hacia su causa. Y en junio de ese año, aprovechando que se encontraba retenido en Madrid por el Gobierno, consciente este de que en Barcelona había acumulado demasiado poder, no dudó en reunirse con él.
«Su permanencia en Madrid era bien expresiva del peligro que el Gobierno veía en él, pero también de su falta de decisión para relevarlo: cuando volvió a Barcelona fue recibido con gritos de entusiasmo e insultos al gobierno "farsante". Aunque la estancia de Primo de Rivera en la capital no tuvo efectos inmediatos contra el orden constitucional vigente, sí que le sirvió para anudar unos contactos que tendrían efectos directos sobre los sucesos de septiembre de 1923. En primer lugar, estableció contacto personal (antes lo había tenido por escrito) con el general Aguilera, que atraía en esos momentos el interés de la izquierda, hasta el punto de que el embajador británico atribuyó al golpe que se preparaba cierto carácter “socialista” por él», puede leerse en «La conspiración y el golpe de Estados de Primo de Rivera» (UNED, 1991), también de Tusell.
Aguilera, por su parte, no había dejado de mostrarse muy crítico con el Gobierno, hasta despectivo, llevando sus continuas faltas de respeto a bordear una condena por conspiración sin tan siquiera haberla puesto en marcha. Aún creía que estaba en la terna para dirigir los designios del país. Primo de Rivera, sin embargo, se decepcionó con él, en parte por su falta de decisión, pero también porque su punto de partida respecto al sistema político de la Restauración era muy distinto al suyo. Nuestro protagonista le reprochaba, por ejemplo, un exceso de identificación con los patronos en los conflictos laborales de Barcelona, y eso reflejaba una visión muy distinta a la del futuro dictador.
La bofetada
El plan de Primo de Rivera y su «Cuadrilátero» seguía siendo, al igual que ya planteó su tío al Rey Alfonso XIII en la mencionada carta, desplazar del gobierno a los profesionales de la política y sustituirlos por un equipo de prestigiosos técnicos civiles sin adscripción a ningún partido. Y querían ejecutarlo de inmediato, pero pronto se darían cuenta de que no iba a ser tan fácil. En primer lugar, porque Cavalcanti fue procesado por el Consejo Supremo de Justicia Militar, como consecuencia de su actuación en Marruecos, y dificultó su disponibilidad para entrar en acción. Y, en segundo, por un sonado incidente protagonizado por Aguilera, debido a una carta dirigida a J oaquín Sánchez de Toca , del Partido Conservador, en la que condenaba a toda la clase política por los males del país. Una ofensa que trascendió rápidamente y por la que el presidente del Consejo de Ministros, José Sánchez Guerra , abofeteó al militar en público.
Esta ofensa dejó en evidencia a Francisco Aguilera y, sobre todo, demostró su radical carencia de habilidad política al dedicarse a agredir verbalmente a los políticos de manera frontal y no presionando a los cuarteles, que era donde tendría que haber fraguado su golpe de estado si, como parecía, estaba dispuesto a darlo. Aquello le descartó finalmente como dictador, aunque era significativo el tipo de apoyos que había logrado entre los intelectuales ateneístas de izquierda, incluido el mismo Unamuno, y algunos mandos militares de tendencia liberal.
«Mulolini» quedó desechado como protagonista de cualquier acción política y en los mentideros madrileños empezó a comentarse que, aunque había muchos generales conspirando en las tertulias de los cafés, lo más probable era que ninguno fuera un verdadero peligro para el régimen. Creían que la bofetada había demostrado que una actuación decidida por parte del Gobierno podía cortar cualquier conato de pronunciamiento, pero se equivocaban, porque la situación empeoró a finales de agosto y principios de septiembre y Primo de Rivera se impacientó... ahora que Aguilera había sido descartado como futuro caudillo.
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