El misterioso suicidio de Iwabuchi: el lobo solitario que exterminó a los españoles de Manila en 1945
En febrero de 1945, en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, este comandante de la fuerza naval japonesa decidió desatar la barbarie por su cuenta y riesgo y acabar, en solo 29 días, con más del 10% de la población de la capital cuando huía de ella
Cuando el 3 de febrero de 1945 comenzó la batalla de Manila , el millón de habitantes que vivía entonces en la capital de Filipinas, incluída una numerosa colonia de españoles, respiró tranquilo. Todos estaban convencidos de que sería más una rápida y pacífica huida de los japoneses, que llevaban cuatro años ocupando el archipiélago, imponiendo su rígida disciplina y aumentando el número de presos políticos de manera considerable, en el marco de la Segunda Guerra Mundial . Pero no fue así, porque un lobo solitario actuó de la manera más siniestra y en contra de las decisiones de sus superiores. Su nombre: Sanji Iwabuchi .
[La matanza de españoles en Manila contada por sus protagonistas]
El día que comenzó la reconquista del país por parte de Estados Unidos, este comandante de la fuerza naval japonesa decidió desatar la barbarie por su cuenta y riesgo hasta límites inhumanos. En tan solo 29 días, él y los 15.000 hombres a su cargo aniquilaron a más del 10% de la población de Manila. Es decir, más de 100.000 inocentes asesinados sin razón aparente, pues la plaza ya estaba perdida, provocando la que todavía hoy es considerada la mayor masacre en un asedio bélico a una ciudad moderna junto a Leningrado y Nankín .
Como explicaba hace dos años a ABC el profesor de la Universidad Complutense de Madrid y autor de ‘La soledad del país vulnerable. Japón desde 1945’ (Crítica, 2019), Florentino Rodao: «Los españoles pensaron que la bandera de España y el nombre de Franco les salvaría, al igual que los alemanes la bandera nazi y Hitler, al ser aliados. Muchos se refugiaron en el Club Alemán, pero los japoneses buscaban las mayores concentraciones de gente a la que poder matar, sin importar su raza o afiliación política, y aquella fue la mayor masacre: de 800 personas, solo sobrevivieron cinco. Iwabuchi no quería entregar el puerto para evitar que, desde este enclave, Estados Unidos iniciara la conquista de Japón, por lo que decidió morir matando».
La orden de Yashamita
En un principio, en la retirada no debería haberse derramado ni una gota de sangre, porque Yamashita Tomoyuki , comandante de las fuerzas japonesas, declaró Manila «ciudad abierta» y ordenó la retirada de sus tropas a las colinas cercanas. Y así ocurrió una gran mayoría de los soldados nipones, tal y como recordaba también en este diario, en 2020, Víctor Martínez, que los vio empujando los carros con sus propias manos en la huida: «Algunos fusiles llevaban cañas de bambú con la punta afilada en vez de bayonetas. Fíjate qué armamento... ¡era una imagen vergonzosa!».
La orden, sin embargo, fue desobedecida por Iwabuchi para evitar que los norteamericanos se hicieran con el control de un puerto tan importante y estratégico como el de la capital filipina, que más adelante podría ser usado para conquistar Japón. Por lo tanto, la Marina nipona al mando de Iwabuchi tomó posiciones y sus 15.000 soldados, entre los que había algunos taiwaneses y coreanos en funciones auxiliares, se atrincheraron al sur del río que cruza Manila, el Pasig. Un grupo importante se quedó en Intramuros, donde los callejones estrechos y las murallas de piedra, junto con las armas recuperadas de los buques del puerto, fueron una trinchera inmejorable contra un asalto de infantería.
Fue en ese momento cuando se inició la batalla con un ataque por sorpresa de los norteamericanos por el norte de Manila, con el objetivo de liberar a los detenidos en el campo de internamiento de la Universidad de Santo Tomás. Fue tal el éxito de aquella primera operación que el famoso comandante supremo aliado en el Frente del Pacífico, Douglas MacArthur , anunció a los tres días que Manila ya había sido liberada, pero no era cierto, pues aún se estaban produciendo matanzas en otras zonas de la ciudad.
La matanza de españoles
Víctor Martínez tenía entonces 12 años y había llegado a Filipinas con 6, junto a su familia, para atender las empresas del abuelo. Al comenzar la masacre vio morir a su prima, Jane Lizarraga, que se resistió a ser violada por los japoneses y fue apuñalada. También a su tío Tirso, al que abatieron de un disparo cuando se trasladaba a un refugio. A otra prima suya, Vicky, la dispararon y perdió una pierna. Al marido de esta, le lanzaron una granada cuando se escondió en la bañera de una casa y la explosión le arrancó medio pie. Y otra prima, Elena Lizarraga, recibió dos bayonetazos y un balazo, pero sobrevivió y escribió sus memorias con la ayuda de Carmen Güell: ‘La última de Filipinas’ (Belacqva, 2005).
«Los japoneses llegaron a mi casa y separaron a mi madre y a mis tres hermanas, por un lado, y a mi padre, mi hermano Miguel Ángel y yo, por otro –contaba Martínez–. Nos encerraron en el refugio de la casa con un amigo de la familia y un vecino con su hija. Y, de noche, lanzaron una bomba de mano dentro. Mi hermano reaccionó rápido y tiró una almohada encima. Así consiguió que, al explotar, la metralla nos alcanzara solo las piernas, salvo un trozo de metralla que aún tengo alojado en la mano, pero pudimos salir corriendo. Mi vecino llevó a su pequeña a casa para limpiarle la sangre y, al encender la luz, recibió un disparo en la cabeza».
Tras haber tomado el barrio de España, el avance de los estadounidenses se ralentizó por la creciente resistencia nipona, aumentada por un caos cada vez mayor. La violencia fue la principal beneficiaria de esos momentos y las matanzas se sucedieron, comenzando con los prisioneros políticos en el Fuerte Santiago el mismo día del falso anuncio de liberación de MacArthur, a las que siguiendo otros pillajes y asesinatos indiscriminados a lo largo del mes de febrero. «Se temían actos de barbarie, pero no matanzas al por mayor», le comentó a Rodao el padre Juan Labrador, director del colegio de San Juan Letrán.
«Estaban hambrientos»
El final fue tan dramático, que ni siquiera tuvieron tiempo de celebrarlo, pues Manila había sido también la segunda ciudad más bombardeada de esos años detrás de Varsovia. Cuando acabó la Segunda Guerra Mundial, la culpabilidad principal recayó sobre el almirante Iwabuchi por haber desobedecido las órdenes de Yamashita de evacuar y resistir desde las montañas ubicadas en el noreste de Manila. Este general juró por activa y por pasiva que él no había ordenado aquella masacre, pero fue condenado a muerte en un juicio sumarísimo y ahorcado el 23 de febrero de 1946. Hasta que se rindió en septiembre del año anterior, estuvo igualmente combatiendo con tácticas dilatorias para alargar la guerra en el archipiélago.
Álvaro del Castaño , hijo y nieto de supervivientes de aquel exterminio, pues su abuelo era el cónsul general de Filipinas nombrado por el Gobierno franquista para atender a los españoles allí residentes, recordaba a ABC hace dos años: «Para mi padre, los japoneses que perpetraron las matanzas estaban hambrientos, harapientos y desolados. Se les veía incultos y zafios, como chacales sin destino, lo que hizo que perdieran toda humanidad y se entregaron a sus peores pesadillas».
Las fuerzas aliadas acabaron con los últimos grupos de resistencia japonesa el 3 de marzo. El misterio sobre el final de Iwabuchi nunca ha sido aclarado del todo, aunque casi todas las fuentes aseguran que se suicidó tras haber perpetrado la matanza y verse rodeado en las ruinas del edificio de Hacienda. Algunos historiadores defienden que se realizó el harakiri, clavándose una daga en el abdomen y realizando un corte de izquierda a derecha, pues era una forma de morir que los soldados nipones consideran honrosa. Hasta se ha especificado la hora, al amanecer, sin muchas pruebas. Otros, sin embargo, apuntan a que se disparó en la cabeza o en la boca, y unas pocas fuentes abogan porque murió en combate, durante el asalto de las tropas estadounidenses al edificio.
El asalto
En cualquier caso, casi todos los historiadores coinciden en que los soldados de Iwabuchi siguieron resistiendo en el edificio después de que su jefe se hubiera quitado la vida el 23 de febrero. El asalto habría comenzado cinco días después del suicidio, mediante el bombardeo de la artillería, que no se detuvo durante las 24 horas siguientes. Al final de este se rindieron 25 soldados nipones, pero otros tantos continuaron resistiendo aún sabiendo que era prácticamente imposible salir de allí con vida. El 2 de marzo se produjo el segundo ataque y definitivo ataque con artillería, al que siguió el asalto final. Los últimos defensores japoneses con vida fueron descubiertos en el hueco del ascensor, donde se rindieron.
Iwabuchi no sobrevivió y su cuerpo ni tan siquiera fue identificado positivamente entre los centenares de cadáveres hallados en el edificio de Hacienda, lo que hace que resulte muy difícil profundizar en las razones de su negativa a retirarse con el resto de las tropas de Yamashita. «En su descargo es necesario señalar que antes de esta orden había recibido otra contradictoria de sus superiores en la Marina de destruir las instalaciones del que es el mejor puerto natural de Asia Oriental. Iwabuchi optó por obedecer a sus superiores orgánicos. Eso no justifica que sus soldados masacraran a la población civil tras quedar encerrados en Manila. Solo la lógica militar y la psicología de unos soldados que creían librar su última batalla pueden explicar su comportamiento desesperado y la sinrazón de arrastrar al mayor número posible de víctimas a su desgracia», apunta Rodao en ‘Franco y el Imperio Japonés’ (Plaza & Janés, 2003).
Lo cierto es que Iwabuchi y sus hombres podrían haberse rendido para salir vivos, pero no lo consideraban una alternativa posible. A sus propios superiores en Tokio tampoco les interesaba que se entregaran con vida. Parecía que solo barajaban la opción de una autodestrucción gloriosa. Sin embargo, esa situación desesperada ni su patriotismo bastan por sí solos para explicar las innecesarias matanzas de esos 29 días. El primer español asesinado fue el vigilante falangista del consulado español, Ricardo García Buch, que salió hacia la verja portando la bandera de España bicolor pensado que no le haría nada, pero lo mataron.
Después asaltaron el edificio y lo quemaron, y en el incendio perecieron todos los que estaban allí resguardados, cerca de 50 personas. Sólo se libró una niña. A esta masacre le siguió las de otros españoles, como la mencionada del Club Alemán, la del Club Price (ametrallaron y arrojaron granadas a 278 refugiados), la casa del empresario Carlos Pérez Rubio (26 muertos) y la del doctor Emilio María de Moreta (35 muertos), entre otras.
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