Morir matando: el recuerdo traumático de los supervivientes españoles de la masacre de Manila

Se cumplen 75 años de la irracional matanza que Japón perpetró en la capital de Filipinas, al final de la Segunda Guerra Mundial, durante la cual asesinó a 100.000 inocentes. Entre ellos, el último reducto de españoles residentes en la antigua colonia, de los cuales solo unos pocos consiguieron salir con vida. Hemos hablado con ellos

Soldados americanos, durante la batalla de Manila, el 23 de febrero de 1945 ABC

Cuenta Álvaro del Castaño que, durante décadas, estuvo preguntándole a su padre por las experiencias que había vivido en Manila desde 1939 hasta el final de la Segunda Guerra Mundial , cuando regresó a España: «Contestaba siempre de una forma un poco extraña, con un tono muy jovial, como si hubiera sido la cosa más divertida del mundo: que si nadaba todos los días tres kilómetros, que si comía mucho mango... Jamás dio un detalle malo, a pesar de que yo siempre había escuchado en casa una especie de runrún de que algo dramático había pasado. Y cuando insistíamos, se cabreaba».

«Informe sobre la matanza de los soldados japoneses» ABC

Su padre, José del Castaño Layrana , llegó a Manila cuando acabó la Guerra Civil, con 12 años, acompañando a su abuelo, José del Castaño Cardona , que había sido nombrado cónsul general de Filipinas por Ramón Serrano Suñer . Fue, de hecho, el primer nombramiento del ministro de Exteriores de Franco . Y aunque hacía cuarenta años que el archipiélago había dejado de ser colonia española, España mantenía un indudable liderazgo cultural, religioso y social en el entonces protectorado norteamericano. Pero cuando llevaban seis meses allí, se produjo la repentina invasión de Japón. Los nipones se mantuvieron en el archipiélago durante cuatro años, imponiendo su rígida disciplina y aumentando enormemente el número de presos políticos, hasta que, el 3 de marzo de 1945, comenzó la reconquista americana y se desató el infierno ante los ojos impotentes de la familia Castaño y el resto de españoles.

«Muchas décadas después, cuando cumplió 86 años, mi padre empezó a perder la memoria y a intuir que estaba llegando al final de su vida. Así que un día me llamó y me dijo: “Quiero que tengas esto”. Y me entregó un documento oficial antiguo», recuerda. El título decía: «Informe sobre la matanza llevada a cabo por los soldados japoneses y la destrucción del Consulado de España». Un total de 16 páginas redactadas por el cónsul, con todo tipo de detalles, sobre el asesinato a sangre fría de setenta personas en su delegación. Era solo una pequeña porción de los más de 100.000 muertos que los nipones provocaron en aquellos dramáticos 29 días de la batalla de Manila . Cien mil mujeres, hombres y niños de una población de un millón, que es la mayor masacre en un asedio bélico a una ciudad moderna –junto a Leningrado y Nankín–, de cuyo final se cumplen este lunes 75 años.

800 refugiados

Dicho informe, centrado en la colonia española y sus trescientas víctimas, cuenta que, «empezada la batalla de Manila, la mayor parte de nuestros compatriotas permanecieron en sus domicilios confiados de que la lucha en la ciudad sería cuestión de horas». Pero se equivocaron. Fue casi un mes de una brutalidad pocas veces vista, como comprobaron el cónsul y su hijo, que tenía entonces 17 años, cuando pudieron visitar el Colegio de la Concordia , donde se encontraba su mujer y su hija con «800 refugiados más», y, sobre todo, al regresar después al consulado . «Cuando llegamos y pasamos hasta el jardín, vimos seis o siete cadáveres apilados. Un poco más allá, cerca del comedor, nos encontramos con otros ocho cuerpos más carbonizados que todavía conservaban su forma [...] Genaro Albadalejo, español, con graves heridas de arma blanca, contó que los japoneses entraron y asesinaron a cuantos allí había refugiados». Y añadía a continuación el documento: «Reuní a varios voluntarios españoles y fuimos a la calle Colorado a enterrar a los cuerpos que aún permanecían insepultos».

José del Castaño Cardona, en el consulado ABC

Cuenta Del Castaño que, al leer este documento casi siete décadas después, hace relativamente poco, comprendió enseguida «el silencio de tantos años, que escondía una historia espeluznante y un trauma psicológico brutal. Empecé a entender también muchas cosas de mi familia, como la estrecha relación de mi padre y mi abuelo, que habían vivido aquella tragedia juntos». Pero como continuó sin querer hablar del tema, decidió contratar a una periodista –«pensé que sería más fácil con una persona ajena a la familia»–, para que le entrevistara y sacara «aquella experiencia escondida en su cerebro». Y así fue, reconoce el nieto, que con todo el material ha publicado « Muerte en Manila » (La Esfera de los Libros, 2019), una novela histórica en la que recrea lo vivido por su familia en la capital de Filipinas. «Curiosamente, lo contó todo de manera bastante neutra, supongo que para protegerse. Mi padre era una persona alegre, pero había establecido un muro para poder vivir sin enfrentarse a los muertos del pasado, ya que su primera novia y sus amigos fueron asesinados a bayonetazos por los japoneses. Uno de ellos, de hecho, murió desangrado delante de él, tras llegar herido al Colegio de la Concordia con los brazos colgando de los ligamentos. En las entrevistas, a pesar de conocerlo, porque mi padre tenía una memoria de elefante, se negó a pronunciar su nombre», declara.

Las fuerzas aliadas acabaron con los últimos grupos de resistencia japonesa el 3 de marzo. En las ruinas del edificio de Hacienda, se cree que se suicidó el supuesto responsable de las matanzas, el contralmirante Sanji Iwabuchi. Si este no hubiera desobedecido las órdenes de su superior, el general Yamashita, de abandonar la ciudad, decenas de miles de personas todavía seguirían vivas. «Algunos españoles pensaron que la bandera de España y el nombre de Franco les salvaría, al igual que los alemanes con la bandera nazi y Hitler, ya que eran aliados. Mucha gente se refugió en el Club Alemán, pero los japoneses buscaban las mayores concentraciones de gente a la que poder matar, sin importar su raza o afiliación política. Aquella fue la mayor masacre: de 800 personas, solo sobrevivieron cinco. Iwabuchi no quería entregar el puerto para evitar que, desde este enclave, Estados Unidos iniciara la conquista de Japón, por lo que decidió morir matando», explica Florentino Rodao .

Elena Lizarraga y su hijo Tirso, en Manila ABC

Este profesor de la Universidad Complutense de Madrid experto en Japón, que el año pasado publicó « La soledad del país vulnerable. Japón desde 1945 » (Crítica), conoce muy bien el trauma de los supervivientes españoles. En 2017 fue invitado por Marta Galatas a la presentación de «Dejé mi corazón en Manila» (La Esfera de los Libros), la novela donde recrea la experiencia de su familia en la masacre. «La autora reveló dos datos que su madre no le permitió contar hasta ese momento. El de un niño de 7 años al que los soldados japoneses usaron como escudo humano y que fue salvado en el último momento al ser abatidos sus captores por sorpresa, y el de una niña que huyó de las matanzas con su familia hasta refugiarse en un hospital. Pensaban que allí estarían a salvo, pero también fue bombardeado. La madre creyó que su hija había muerto, pero descubrió que su cuidadora la había protegido volcando una bañera y metiéndola dentro. “Con su permiso, lo cuento ahora por primera vez, ya que antes no me había dejado: el niño era mi tío Fernando y la niña, mi madre”, confesó. El trauma era tan grande que se avergonzaba de haber tenido la suerte de sobrevivir, teniendo en cuenta la cantidad tan enorme de gente que perdió la vida», asegura.

Víctor Martínez su hermano ABC

Víctor Martínez , a sus 87 años, recuerda perfectamente a los soldados de Yamashita empujando los carros con sus propias manos cuando huian de Manila: «Algunos fusiles llevaban cañas de bambú con la punta afilada en vez de bayonetas. Fíjate qué armamento... ¡era una imagen vergonzosa!». Él tenía entonces 12 años y había llegado a Filipinas con 6 junto a su familia para atender las empresas del abuelo, que al parecer se encontraban en crisis. Al comenzar la masacre vio morir a su prima, Jane Lizarraga , que se resistió a ser violada por los japoneses y fue apuñalada. También a su tío Tirso, al que abatieron de un disparo cuando se trasladaba a un refugio. A otra prima suya, Vicky, la dispararon y perdió una pierna. Al marido de esta, le lanzaron una granada cuando se escondió en la bañera de una casa y la explosión le arrancó medio pie. Y otra prima, Elena Lizarraga , recibió dos bayonetazos y un balazo, pero sobrevivió y escribió sus memorias: « La última de Filipinas » (Belacqva, 2005).

«Los japoneses llegaron a mi casa y separaron a mi madre y a mis tres hermanas, por un lado, y a mi padre, mi hermano Miguel Ángel y yo, por otro –cuenta hoy Martínez desde Pamplona–. Nos encerraron en el refugio de la casa con un amigo de la familia y un vecino con su hija. Y, de noche, lanzaron una bomba de mano dentro. Mi hermano reaccionó rápido y tiró una almohada encima. Así consiguió que, al explotar, la metralla nos alcanzara solo las piernas, salvo un trozo de metralla que aún tengo alojado en la mano, pero pudimos salir corriendo. Mi vecino llevó a su pequeña a casa para limpiarle la sangre y, al encender la luz, recibió un disparo en la cabeza. Al día siguiente, mi familia y yo pudimos reencontramos y escapar al campo con un grupo de cien personas. ¡Aquel momento fue maravilloso!».

Yamashita juró que él no había ordenado aquella masacre, pero fue condenado a muerte en un juicio sumarísimo y ahorcado. «Para mi padre, los japoneses que perpetraron las matanzas estaban hambrientos, harapientos y desolados. Se les veía incultos y zafios, como chacales sin destino, lo que hizo que perdieran toda humanidad y se entregaron a sus peores pesadillas», sentencia Del Castaño, que recuerda otra historia, la que más le impresionó a él cuando se enteró de las vivencias de su padre: «En el consulado, mi padre escuchó un ruidito en una pila de cadáveres. Removió los cuerpos putrefactos y encontró a una niña de 6 años que entregaron a los americanos. Hace poco me enteré de que vivía en Barcelona. Se llama Anna María Aguilella . Quise organizar un encuentro antes de que mi padre se muriera. Creo que hubiera sido algo muy bonito, pero ella no quiso… no quería revivir nada de aquello».

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