La caída en desgracia del español olvidado que arrinconó a los corsarios con una flota privada
La aportación militar del Duque de Osuna a la guerra contra los turcos llegó justo cuando la época de los grandes enfrentamientos, como la batalla de Lepanto, había dejado paso al hostigamiento intermitente de los piratas turco-berberiscos
En los muros de su celda, el Gran Duque de Osuna daba vueltas a los errores y aciertos de su vida, como quien remueve en círculos una sopa demasiado caliente. Se acordó de su loca aventura en Flandes, de la carga de caballería contra enjambres de enemigos. De la piel suave de las mujeres que amó. Se vio también en el bullicioso puerto de Palermo , un hormiguero furioso de personas, haciendo el silencio a su paso entre soldados lisiados, mujeres lisonjeras, mercaderes, pescadores graves… en las calles sucias de Madrid que olían a vino y orina. Olores nauseabundos a humanidad castiza, pero mejor que el de aquellos días. Todo era mejor que mirar u oler alrededor. Algún desdichado había rasgado la fría pared de piedra hasta dejarse las uñas.
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En las cárceles castellanas del siglo XVII la humedad era igual de asfixiante que dentro de una galera, pero sin la opción de tomar una bocanada de aire mediterráneo. Y también el espacio era igual de estrecho, incluso para alguien de su tamaño. Atrapado al fin por sus enemigos en prisión, el pequeño Gran Pedro solo podía pensar que cualquier pasado fue mejor.
La caída de un gigante
Nacido en Osuna (Sevilla) el 18 de enero de 1575, Pedro Téllez Girón y Velasco sería descrito por Miguel de Cervantes como un «señor muy pequeño que era muy grande», a causa de su escasa estatura. Los españoles tenían fama de morenos, barbudos y pequeños, en un tiempo en el que la mala alimentación mantenía estancada la estatura media de los europeos. Pedro estaba incluso por debajo de la media española, que ya era corta, pero muy por encima en otras facetas. Empezando por su instinto político, sus habilidades militares, cierto talento para dar plantón a sus enemigos y por un sentido muy pragmático de la administración.
Cada operación exitosa de la flota independiente a la Corona, puesto que se autofinanciaba con los ataques corsarios, generaba un beneficio de un quinto al Rey
Su vida y hechos no tardaron en convertirse en leyenda, entre otras cosas porque tenía buenos amigos literatos, véase el caso de Francisco de Quevedo, que le presenta como el ejemplo del perfecto servidor, honrado y valiente, de la Monarquía Hispánica cuando los corruptos y los conspiradores estaban desplazando a los héroes militares de la Corte madrileña. Es por esta razón que las biografías más tempranas de Pedro Téllez-Girón y Velasco están repletas de licencias literarias. Incluso sin ellas, estaríamos hablando de un hombre extraordinario, de una energía fuera de lo común.
Tras servir de forma destacada en los ejércitos de Flandes, el noble sevillano fue nombrado virrey de Sicilia por el Rey Felipe III en febrero de 1610. Cuando tomó posesión del nuevo cargo en Milazzo, el reino de Sicilia se hallaba en la máxima miseria económica y acosada por los ataques corsarios. Restituyó el crédito de la hacienda pública siciliana, ajustó los impuestos a las verdaderas rentas de los contribuyentes y equilibró los presupuestos. Frente a la gran inseguridad de la isla, limpió los caminos de salteadores y reorganizó la marina, como medio de defender la isla contra las incursiones de turcos y berberiscos. Partiendo de una exigua y mal provista flota de nueve galeras se valió de los ociosos que poblaban las calles del reino para restaurar y dotar esos barcos.
Cada operación exitosa de la flota independiente a la Corona, puesto que se autofinanciaba con los ataques corsarios, generaba un beneficio de un quinto al Rey, otro a la Hacienda Real , otro a los soldados y el resto para el Duque, que lo solía utilizar para construir más buques. Y precisamente fueron los barcos de Osuna los que malograron el primer ataque registrado por berberiscos en la historia contra la Flota de Indias que regresaba a España cargada de metales americanos. Osuna envió a sus galeras al puerto de Túnez, donde lograron infiltrarse al amparo de la noche y quemar los bajeles musulmanes con bombas incendiarias.
Una flota privada
La aportación militar de Sicilia a la guerra contra los turcos llegó justo cuando la época de los grandes enfrentamientos, como la batalla de Lepanto, había dejado paso al hostigamiento intermitente de los piratas turco-berberiscos, que fue todavía más lesivo para los intereses españoles. Si bien el Imperio español y el otomano firmaron una serie de treguas secretas a partir de finales del siglo XVI, la actividad corsaria no estaba incluida en los tratados y solo iniciativas como la del virrey de Sicilia, al que los turcos llamaban «Deli Pachá» (el virrey temerario), se mostraron realmente efectivas para hacer frente a los berberiscos.
En 1616, el Gran Duque de Osuna fue designado como virrey de Nápoles, cuya importancia política era mucha mayor que la de Sicilia pero que se encontraba sumida en una crisis económica de dimensiones similares provocada por la mala gestión de sus predecesores en el cargo. Osuna se aplicó con firmeza al fortalecimiento del ejército y de la marina, construyendo galeones y galeras y reclutando dotaciones con la misma fórmula que usó en Sicilia. Además, «el virrey temerario» sacó ventaja de los cerca de 18.000 soldados, por lo general violentos y mal pagados, que poblaban las calles napolitanas a la espera de viajar a Flandes y los alistó en una armada aún más preparada que la de Sicilia.
Esta nueva flota estaba formada por las habituales galeras, típicas del Mediterráneo, y por galeones, que empleó con audacia pese a ser más adecuados para el Atlántico. En total, 22 galeras y 20 galeones. La combinación de ambos tipos de nave permitió el control del Adriático y llevó el hostigamiento hasta los dominios del Imperio turco, en ese momento volcado en sus campañas contra el Imperio safávida.
Desquiciada por la agresividad del duque en la zona, también Venecia se sumó al grupo de enemigos de Osuna. La propaganda veneciana le atribuyó al duque ser el organizador sobre el terreno de la Conjuración de Venecia (1618) , uno de los episodios más oscuros del siglo XVIII. Junto al gobernador de Milán y al embajador de España en Venecia, Osuna habría pagado a un grupo de mercenarios franceses asentados en la ciudad de los canales para provocar una sublevación.
Según las versiones venecianas, celosos de las glorias de la República , los tres planearon un golpe de mano en el que un grupo de soldados franceses debían incendiar el arsenal, estallar varios puentes y facilitar el desembarco de la infantería española en la ciudad. Veinte galeras españolas quedarían encargadas de iniciar el desembarco, una vez tomado el puerto. La conjura fracasó porque, supuestamente, fue descubierta en sus preparativos y los mercenarios franceses acabaron linchados por la muchedumbre, mientras el poeta Francisco de Quevedo , amigo y secretario del Duque de Osuna, se veía obligado a disfrazarse de mendigo para escapar de la ciudad.
La versión italiana de la historia resulta difícil de creer y carece de pruebas. Las autoridades venecianas arrestaron a cientos de soldados, que habían entrado en la ciudad de los canales disfrazados de labriegos, y registraron las embajadas de Francia y España, encontrando en esta segunda armas y munición para levantar un pequeño ejército. A consecuencia de ello, el embajador español tuvo que huir en un bergantín para salvar la vida frente a la turba, en tanto un muñeco con su cara y otro con la de Osuna fueron apaleados en las calles.
El plan era burdo y carecía de sentido en un momento en el que Osuna mantenía asfixiado el comercio veneciano
Varios detalles hacen intuir que la operación fue una purga encubierta de corsarios y mercenarios extranjeros, que llevaban un tiempo causando problemas en Venecia . Los mismos facinerosos y soldados protestantes que habían convocado para luchar contra la flota de Osuna . La Serenísima habría aprovechado la limpia para endosarle el muerto al virrey de Nápoles , como se puede apreciar en el hecho de que el Senado de Venecia publicara al momento un bando prohibiendo que se osara hablar o escribir que España había estado involucrada. Una cosa era dejar que se extendieran las murmuraciones y otra, muy distinta, acusar de una falsedad así a la Corte madrileña.
A ello se suma que ninguna de las supuestas cabezas del plan fue reprendida por su fracaso y que no haya constancia de movilización de tropas en esas fechas. Así las cosas, el plan era burdo y carecía de sentido en un momento en el que Osuna mantenía asfixiado el comercio veneciano . No se distingue su firma por ninguna parte.
Conjura en Madrid
Aparte de los venecianos, los éxitos del sevillano despertaron las envidias de la nobleza napolitana que veía en el Gran Duque de Osuna un personaje incorruptible y manchado por la sombra de su abuelo. Aporreó la puerta de Madrid con quejas la plana mayor de la nobleza antes de que el nuevo virrey hubiera incluso puesto un pie en su nuevo destino pues el recuerdo del primer duque de Osuna, también virrey en el pasado de Nápoles, era doloroso y demasiado reciente. El noble de tiempos de Felipe II tuvo que aplastar una revuelta en Nápoles de tintes antiespañoles (con toda probabilidad instigada por Saboya y Venecia ) con una dura represión, incluidas 31 sentencias de muerte. La particular forma de gestionar el reino del nieto armó de más razones a la nobleza.
Los enemigos del Duque le acusaron de pretender independizarse de España y enviaron al futuro San Lorenzo de Brindisi para que defendiera su caso ante Felipe III . Como resultado de sus intrigas, en 1619 se ordenó a Osuna regresar a Madrid a dar cuenta de sus desmanes. Tras demorar su salida todo lo posible, y algo más, pues incluso se negó a reconocer la autoridad de un virrey interino; Osuna arribó en España un año después. En contra de lo que esperaban sus enemigos, la caída en desgracia de su protector, el duque de Lerma, no afectó en un principio a Osuna, porque fue el propio Uceda (ten hijos y te sacarán los ojos) el que la orquestó y quien se hizo cargo de un Corte en ebullición.
El embajador de Venecia se sorprendió de que «el duque, que salió de Nápoles como hombre al que todos creían perdido, parece haber hechizado a Madrid, en donde es ahora más grande que nunca». A base de «hechizos» parecía que Osuna daría esquinazo una vez más a sus enemigos, cual superhéroe enmascarado regresando a su guarida cada madrugada. Mientras zanjaba el asunto en la Corte, la súbita muerte de Felipe III perturbó todos los planes de Deli Pachá .
Los representantes del nuevo Rey pretendieron una limpia entre los elementos más insolentes del anterior reinado como escarmiento hacia los más notorios. Una política de pulcritud que iba a quedarse en amago, pero que colocó al duque en el punto cero de la explosión. Solo un mes después de la muerte del Rey fue encarcelado y acusado de corrupción, parcialidad en la justicia, venalidad, aceptación de sobornos y otros tantos delitos. Preso un miércoles santo, fue conducido a la Alameda, una prisión cerca de Madrid. Sus últimos años de vida fueron una lastimosa peregrinación por distintas prisiones españolas en las que mostrada cada día mayores quebrantos físicos. Gotoso, enfermo de cuerpo y mente (sus olvidos hacen intuir alguna enfermedad degenerativa), Osuna se acogió a la oración como si fuera el Don Juan hecho carne y hueso o, tal vez, una versión grotesca del mito .
Lejos quedaba el noble calavera de su juventud, que tantas humillaciones y privaciones habían causado a su esposa, Catalina Enríquez de Ribera , nieta del conquistador de México. En una triste misiva al joven Felipe IV, Doña Catalina suplicó que se compadeciera de su casa y se acordara de los aventajados servicios de su marido, porque, además, «sus enemigos son los de su corona». Todas las súplicas cayeron en saco roto. Con el juicio todavía pendiente de sentencia, Pedro Téllez-Girón y Velasco falleció en septiembre de 1624. Al final de su vida a Osuna le quedaban pocos amigos de verdad.
La firmeza de su amistad con Quevedo, también caído momentáneamente en desgracia, se denota en una de las estrofas que le dedicó a su muerte:
Faltar pudo su patria al grande Osuna,
pero no a su defensa sus hazañas;
diéronle muerte y cárcel las Españas,
de quien él hizo esclava la Fortuna.
La escuadra de Osuna languideció con el tiempo.
La falta de reemplazo y buenos mandos decayeron la actividad de la flota privada de Nápoles. Tras desviar los barcos a otros menesteres, la lenta muerte de los capitanes que crecieron bajo el paraguas de Osuna supuso el segundo final de aquel corso español de guante blanco y gran eficacia en el Mediterráneo .