«La okupa visitó el piso con la comercial y al rato se metió dentro con la llave»

Un bloque de vecinos de Carabanchel frena la usurpación de un piso propiedad de banco

Claudia Palmisano, junto a la puerta tapiada contigua a la suya ISABEL PERMUY
Aitor Santos Moya

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Claudia Palmisano vive en constante estado de alerta, ya sea al otro lado del telefonillo o detrás de la mirilla de su puerta. Reside en un edificio de la calle del General Ricardos (distrito de Carabanchel) del que prefiere que no se haga público el número, a petición popular del resto de vecinos. Su casa está en la primera de las cinco plantas que dispone el bloque. Comparte rellano con tres letras más: A, B, C y D. Hasta ahí todo normal. Pero uno de los pisos lleva cinco años vacío y dicha circunstancia no parece haber pasado desapercibida. Queda menos de una semana para el fin del verano y una mujer toca el timbre de Claudia. Se presenta como comercial de una plataforma líder en la gestión y venta de activos inmobiliarios propiedad de banco, y le deja su número de teléfono. Por alguna razón desconocida, no tiene llaves del portal y necesita que alguien le abra para poder enseñar la vivienda en cuestión: tres habitaciones, baño, salón-comedor y cocina para un total de 66 m2. ¿El precio de salida? 127.441 euros.

A la semana siguiente del primer encuentro, la comercial vuelve a llamar al telefonillo de Claudia. «Escucho que sube con una mujer y le enseña el piso», relata la afectada a ABC, sin imaginar lo que estaba a punto de suceder. 24 horas después la empleada toca de nuevo a su puerta, pero Claudia no está: «Así que avisa a otro vecino y le abre el portal». Son las seis de la tarde y la nueva visita se extiende unos minutos. Casualmente, la interesada que acompaña a la comercial es la misma persona del día anterior. «El interés debe ser palpable», piensan los moradores. Sin embargo, poco después de abandonar el inmueble, es la potencial cliente la que llama al mismo vecino. Este, que abre de nuevo, desconfía por primera vez. Desde su mirilla, la observa sacar una llave del bolso y entrar al domicilio.

Claudia regresa sobre las ocho y se encuentra a dos hombres subir por las escaleras un somier. Habla con su vecino y le expone la situación. Entre los dos atan cabos, aunque puede que solo sea una confusión. Claudia llama a la comercial y le pregunta si ya han vendido el piso. «Me dice que no, que son okupas y que ya no puede enseñar la casa», explica, cerrándoles cualquier posibilidad de solución inmediata: «Le pregunto qué tienen que hacer y me contesta que el banco no puede hacer nada, que todo debe seguir su curso legal y que si se han metido pueden estar hasta dos años». Antes de colgar, la interlocutora de Claudia le insiste en que no se moleste en llamar a la Policía, «porque si les dices que son okupas, los agentes no van a ir».

Claudia pasa una mala noche. No da crédito y decide buscar una alternativa. Se pone en contacto con una empresa de desokupación: «Si el piso es del banco, vosotros, como Comunidad, nos podéis contratar». El boca a boca vecinal empieza a correr como la pólvora. Un hombre golpea la puerta de la casa usurpada. Está furioso. Había sido él, confiado, el que había dejado la puerta del portal abierta a un joven –horas después de que la mujer entrase con la llave– para que sus nuevos «vecinos» pudieran hacer la mudanza.

Desde dentro, una mujer española asegura que está enferma y que va a llamar a la Policía. Dicho y hecho. Una patrulla acude al bloque, al tiempo que una veintena de familiares, entre los que está la persona que entró llave en mano al piso tras visitarlo dos veces con la comercial, se presentan delante de la fachada. Los agentes preguntan a Claudia si son ellos los okupas. Reconoce a la citada mujer y a un hombre de camiseta azul como el mismo sujeto que subió el somier.

La Policía golpea entonces la puerta. La «inquilina», que está sola, responde que llevan una semana en el interior. Saben que pasadas las 48 horas iniciales los desalojos suelen entrar en barrena. Pero los vecinos coinciden al unísono: está mintiendo. No llevan ni un día completo dentro. Los agentes la instan a que salga y finalmente la vivienda es recuperada. «Ya se habían enganchado al agua y a la luz», cuenta Claudia, que recibe la llave a modo de custodia. Ese mismo día, llaman a un cerrajero para que cambie la cerradura del piso y la del portal. También arreglan el contador.

Claudia descuelga el teléfono y se pone en contacto con la comercial. Le detalla lo vivido y esta le pide ir a las seis de la tarde para que le entregue la llave. «De eso nada, se la di al administrador para que la lleve a tu empresa junto con la cuenta de todos los gastos», responde entonces la vecina. La asalariada no da su brazo a torcer y se presenta una hora antes en el inmueble. Los residentes sospechan de ella, quien, acorralada, decide ponerse a la defensiva: «¿Me estáis acusando de algo? Tengo compañeros que sí lo hacen, pero yo no », asegura Claudia que le dice. La comercial insiste en que necesita entrar para ver los posibles desperfectos y tapiar la puerta. Segunda negativa. Aún así, se persona de nuevo con un obrero y levantan una pared delante de la entrada.

Desde entonces, nadie en la comunidad ha vuelto a ver a la vendedora. Fuentes del sector advierten a este diario que esta forma de entrada a los pisos ha cogido peso en los últimos tiempos: «Más que pegar la patada, están aumentando las okupaciones por reventa». Con este y otros casos similares, parece que las «transacciones» no se dan solo entre usurpadores.

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