Coronavirus
Madrid, la ciudad que cuenta los pasos
La capital espera a que llegue el momento de volver a sentir a la gente en sus calles y sus parques, todavía desiertos
A ese Madrid al que los poetas ponen nombre de mujer, buscando en ella una musa, no le salen las cuentas. Enmudecida y aburrida, echa de menos el pulso frenético que añoran quienes calculan sus pasos por el salón de casa soñando que divagan a orillas del estanque de El Retiro . Demasiada paz para una ciudad acostumbrada a vibrar bajo la suela del zapato del turista y el dibujo gastado de los neumáticos. Demasiado silencio para aquellos, los de aquí y los de allí, que han amado esta ciudad en los umbrales más altos del jolgorio, en el bullicio a las puertas de los bares e, incluso, en el chillido de las ambulancias que ahora se escuchan llegar con más temor. Esa polifonía de la vida, dulce y macabra, sigue en pausa a la espera de que algo o alguien encuentre la manera de que sea seguro salir ahí fuera.
Los parques se han convertido en cárceles de una naturaleza que aprovecha su tregua mientras anhela que cualquiera llegue para disfrutarla. Todo se ha llenado de complejas contradiciones desde que la odiada rutina es otra cosa. Porque nada perturba ya la quietud que vigila una pareja de la Guardia Civil –a la que acompaña el objetivo de ABC– regalando algunos pasos a ese Retiro inédito en el que se oye el viento entre las ramas de su centenario ahuehuete, sin que su sombra pueda dar cobijo a nadie.
Da igual desde dónde se trate de detener el tiempo. La fotografía muestra igual de ausente a esa ciudad herida aunque las campanas de la catedral de La Almudena toquen al Ángelus puntuales como cada día. Nada aún ha logrado despertarla como antes bajo un cielo surcado por las estelas de los aviones que llegaban a Barajas. Y en el horizonte, desde el mirador que se abre junto a la reja del Palacio Real, ya no se ve a lo lejos el chorro del lago de la Casa de Campo ni el trazo que dibujan las montañas rusas del Parque de Atracciones que los días soleados alcanza la vista.
El simple paso de un camión de reparto o el tránsito de un anciano con el periódico debajo del brazo es, ahora, un acontecimiento digno de observación. Como la discreta salida del perro al que llevan todos los días a hacer sus necesidades bajo la magnánima mirada de las estatuas de los veinte reyes que adornan la plaza de Oriente –21 si Pietro Tacca no hubiera puesto al caballo de Felipe IV en corveta con la ayuda de Galileo Galei–. Como él, la capital busca ese equilibrio imposible entre la paciencia y el deseo de recuperar la normalidad que otrora hastiaba quien da ahora vueltas por su casa, esperando a que las paredes se esfumen para devolver sus pasos, por fin, a las calles de su amada Madrid.
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