Coronavirus
Madrid: una ciudad cerrada, pero no fantasma
Recorremos las calles de la capital después de que se hayan cerrado todos los cines, discotecas, salas de conciertos, teatros, salones de juego, gimnasios, bares y restaurantes de la ciudad por el coronavirus
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Esta mañana Madrid no era tanto una ciudad fantasma (ojalá) como una ciudad cerrada . Habían cerrado los bares, los restaurantes, los cines, los teatros, los museos, además de las tiendas y unas cuantas mentes que parecían no entender de alertas. Se veían bolsas llenas de comida, guantes de látex, rostros con mascarilla, viajes a la farmacia, sí, pero también paseantes de perros, corredores, niños jugando por ahí, turistas aburridos. Deambulaban, cancaneaban, como si todo lo que (aún) no estaba prohibido, estuviese permitido.
Entre las calles llenas de verjas, de ausencias, destacaban las presencias del mismo modo que los ruidos en la noche quieta, cuando no queremos despertar a nadie. Lo deseable era el desierto, la responsabilidad total , pero lo que había era un sábado soleado, por encima de los veinte grados. La llamada del deseo. Al final, lo esperable: a las dos de la tarde, se conoció que el Gobierno iba a limitar la libertad de circulación en toda España. Según el borrador del decreto, a partir del lunes nada de moverse salvo para lo esencial: trabajo, salud, alimentación. Esto es lo que ocurrió en la capital antes de que se informara de la medida.
El buen tiempo, que ya se notaba antes las diez en punto, animó a un buen grupo de personas a sentarse alrededor de las fuentes de la Puerta del Sol , a hacer la fotosíntesis, presuntamente. No había muchas más opciones que esa, aparte de ir a por la prensa. Ni siquiera El Corte Inglés , que solo abrió el supermercado. «Esto no es nada, está vacío, está muerto», apunta Carlos García, dueño de uno de los quioscos de la zona, quitándole hierro al asunto. «No estamos abiertos por el beneficio, sino para dar servicio. Mientras haya género aquí estaremos. Hasta para eso tenemos mala suerte», añade entre risas.
En la Plaza Mayor , las terrazas, desaparecidas, habían dejado una bonita explanada, tan insólita como apetecible. No había multitudes, pero sí un grupo de viajeros matando el tiempo con Instagram, grabándose y presumiendo del privilegio del espacio en un lugar que suele estar abarrotado y que hace gala de tener uno de los mejores bullicios del país. Mientras, una francesa escudriña un mapa, buscando su ruta.
Cerca, en La Latina , reino de la caña y el tardeo, la gente andaba de aquí para allá, compra va, compra viene, casi desorientados sin el clin clin de las cervezas de fondo. Y sin papel higiénico, claro. Los que buscaban asiento tuvieron que resignarse con los bancos públicos. Una señora, bien mayor, descansa enfrente de Caramelos Paco. Desde arriba, una voz grita: «¡¿Qué haces ahí, tomar el aire?!». «Es que si no estamos todo el día en el balcón», responde. En Guindalera , a unos cuantos kilómetros de allí, se omitieron las interrogaciones: «El de abajo, ¡a casa! ¡Yo me quedo en casa!».
Las escenas de extraña cotidianidad se repetían aquí y allá. En Las Ventas , un padre juega al fútbol con su hijo, y un despistado pregunta por una cafetería abierta, porque en el Granier de Alcalá solo sirven para llevar. No muy lejos, un revisor de parquímetros pasa revista a los coches. «No sé cómo nos tienen aquí, no nos han dicho nada», protesta. No, las multas no se suspenden en el estado de alarma. Las floristerías, tampoco. «No teníamos orden de cerrar, somos un quiosco», afirma David, dueño de una en Manuel Becerra .
—¿Y ha venido alguien?
—Todavía no. Pero si hay que cerrar se cierra.
A las diez y media el metro de Goya es un lugar solitario, donde las pisadas suenan como golpes en la mesa. Uno de los grabados del pintor que adornan las paredes del andén avisa: «Que viene el coco». Apenas dos personas esperan al tren, pero por megafonía suena la siguiente melodía: «Para tener una mayor comodidad del viaje, les rogamos que se distribuyan a lo largo del andén y del metro».
En la Milla de Oro la extrañeza continúa. En un «coronadía» como este, ¿qué se puede hacer en un lugar pensado expresamente para el shopping ? Fácil: running . Gente corriendo por las aceras anchas de Serrano, no mucha, pero el eco hace que más de tres ya se consideren multitud. Por cierto, nuevo modalidad: carreras con guantes, mascarilla y gafas de sol. El mismo atuendo de una pareja que, minutos después, bajaba por la Castellana de la mano...
Las imagen del Prado cerrado impacta, pero mucho más llamativo es ver que el Primark de Gran Vía , nuestro gran monumento al consumismo compulsivo, no ha abierto las puertas. Ni rastro de sus bolsas de cartón, tampoco de los vasos del Starbucks . Quién iba a decir que ese café no era un bien de primera necesidad... Ahí mismo, una mujer con mascarilla se cruza con una conocida. Se paran. «Tía, estoy flipando. Es que yo estoy ya con fiebre desde ayer», le dice. «Vale, pero no te acerques», contesta la otra. Se van juntas, a distancia prudente.
A ellas no las vio Enrique Marcoli, que pasó por allí, sonriente, poco después. «He bajado a donar sangre –cuenta–. Ha venido la Policía a dispersar porque estábamos muy juntos». De vuelta en la Puerta del Sol, a las doce, una fila de una veintena de ciudadanos, separados entre sí por un metro calculado a ojímetro, esperan su turno para entrar en el autobús de la Cruz Roja. Los organizadores están satisfechos con el llamamiento. El Centro de Transfusiones de la Comunidad de Madrid confirmó que, desde el jueves, han recibido más de cuatro mil donaciones .
«Hemos ido primero al Retiro, porque en principio era allí, pero hemos terminado aquí. La verdad es que yo me esperaba ver Madrid más vacío», comenta Lolo, en la cola.
A la una y media, el Ayuntamiento de Madrid comunicó el cierre de todo los parques debido a la aglomeración de personas. Tenía razón Gómez de la Serna : «Madrid es tener nada y tenerlo todo». O peor, Umbral : «Madrid es una gran ciudad, o por lo menos una ciudad grande».
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