Todo irá bien
Via Veneto a oscuras
Sobre todo a partir de una cierta edad, nos conviene la penumbra, lo que se insinúa más que lo que se dice, lo que se entrevé, lo que tiembla a la luz de una vela
Via Veneto s e quedó el miércoles a oscuras sobre las 15.30. Fue de repente, un apagón general de la zona: no es que los Monje no paguen la factura de la luz. Lo más extraordinario fue cómo todo el mundo continuó comiendo y bebiendo como si no hubiera pasado nada. La derecha no se inmuta. La derecha que lo mismo sabe pasear por las grandes avenidas que por el alambre, y sin perder la sonrisa. No mandamos nuestros barcos a luchar contra los elementos. Las cosas pasan, los imperios permanecen. La Iglesia se ha movido muy poco en estos 2.000 años. Todos en Via Veneto continuamos con nuestra sobremesa en la penumbra, pedimos queso y gintonics, sin privarnos de nada ni tener ninguna prisa de nuevo rico afectado por marcharnos. Es muy agradable cuando estas cosas ocurren. Los izquierdosos se reconocen en el tumulto, en la algarabía. La derecha se reconoce en la discreción, en la contención, y sabe qué hacer cuando se queda a oscuras.
Estábamos todos en Via Veneto. La Barcelona que importa, cada uno en su mesa. Con el apagón se puso de manifiesto una educación, un aseo, una clase social que disfruta de las incidencias porque en el recuerdo, el júbilo es igual a la tristeza, y el hombre culto es fundamentalmente recuerdo. Un recuerdo. También la penumbra nos sirvió para constatar que una iluminación tenue es mucho más agradable, y que hay que a toda costa evitar aquella potencia lumínica que nos transporta al pabellón mientras se juega un partido de básquet. Lo primero que sentí cuando la luz se fue es que mis pobres ojos descansaron. Luego las conversaciones se volvieron más íntimas y relajadas. Cuando mi querido Miguel Ortega repartió velas por las mesas, la iluminación alcanzó su perfección.
Pero más allá de estas consideraciones lumínicas, que no sólo pueden ser tenidas en cuenta sino que tendrían que serlo, y a pesar de las barricadas y de la indiferencia con que las personas de orden de Barcelona parecen como aceptarlas, o de cualquier modo no salen a combatirlas de frente, es dulce comprobar que aún en mi ciudad hay algunas formas que no se han olvidado, una cadencia, un estilo, un charme. No es mucho pero es algo. La trufa blanca ponía el aroma de inmortalidad y entre las sombras era hermoso tener la sensación de que el tiempo se había detenido justo en el instante en el que menos podía perjudicarnos. También el servicio de sala estuvo estupendo, extremando la amabilidad y el cuidado, y nos dimos cuenta de que la gente grita menos con las luces apagadas y todos parecemos más guapos. Sobre todo a partir de una cierta edad, nos conviene la penumbra, lo que se insinúa más que lo que se dice, lo que se entrevé, lo que tiembla a la luz de una vela. Sería una magnífica idea que Via Veneto protegiera la última coquetería de sus clientes con una iluminación que nos ayudara a disimularnos, que nos acercara mucho más a lo que aún pretendemos ser que a lo que en realidad somos. Necesitamos esta compasión, esta ternura, este querer y no saber cómo decirte que nos rescate de la crueldad del espejo y nos permita aún vivir.
Via Veneto desenchufado tiene el encanto del poema en que Jaime Gil de Biedma quiere vivir en un viejo país ineficiente entre las ruinas de su inteligencia. La luz se había ido pero todo parecía en su sitio y había dejado de herirnos. También con la iluminación se decora. Dios hizo la luz y después todo lo demás. Sin su cielo plomizo y si todo fuera sol, París no sería París. No es casualidad que el sol más inmisericorde y brutal caiga sobre África. Hay un tercermundismo que se expresa en el exceso lumínico, en la luz sin textura. No hay nada peor que un pabellón de baloncesto, como no sea que encima el partido sea femenino. Con luz y taquígrafo interrogamos a los criminales y el amor es siempre una vela a punto de apagarse. Seamos civilizados. Apaguemos las luces y volvamos a pensarlas. No queremos gritar. No queremos que demasiada potencia nos hiera. Aborrezco verlo todo porque es altamente ofensivo -y yo el primero.
Yo habría podido quedarme en Via Veneto toda la tarde, pero sobre las 17 la luz volvió, y aunque la rebajaron bastante ya no era lo mismo. Mi querido Daniel Tercero me dice que porque escribo escuchando música, muchos artículos me salen melancólicos. La verdad es que la música sólo me sirve para concentrarme -o para no distraerme- y la característica de mis artículos es que los escribo a tientas, casi siempre con la habitación a oscuras y sólo con la luz del iPhone. También me ducho a oscuras -una confesión que estoy seguro que apreciarán mis detractores- y por supuesto el hotel del mundo que más me gusta es el Costes, en París, sobre todo por su luz que tiembla como el deseo, como la virtud justo antes de perderla. También esto último tiene que ver con el Costes, aunque es otra historia, y otro artículo, también muy largo.
Mientras tanto nos queda Barcelona y su Via Veneto a oscuras como última forma de civilización justo antes de que la arrasen los contenedores incendidados -ni siquiera los que los incendian, que se acabarán devorando entre ellos-. Fue bello constatar que aún tenemos el temple, el nervio, la clase de una gran ciudad; fue emocionante que la vida transcurriera ordenada y en penumbra, cuando las luces se apagaron, y que nadie se quejara, ni pidiera un descuento, ni exclamara que la iluminación es su «derecho adquirido». Nadie le echó la culpa al Gobierno. Justo lo contrario: todos extremamos la cortesía, camareros y clientes procuramos ser más amables y poner más facilidades, unidos por la sensualidad de la penumbra, por la insinuación de las sombras -que a partir de una cierta edad, créanme, nos favorece mucho más que el alumbramiento de lo obvio-, y porque la vida es especialmene confortable cuando lo que hay que decir, puede decirse en voz baja. Fue tan hermoso constatarlo, todo ello, como trágico recordar que fuera de Via Veneto, por acción u omisión, continuamos desangrándonos, suicidándonos, reduciendo nuestra gran ciudad a un rito enloquecido de autodestruccción y de impotencia, nauralmente estéril. No siempre resistirán las fortalezas de lo que tanto nos costó armar, y hay algo aún más desagradable: la vulgaridad, cuando se instala, cuesta mucho de arrancarla, y cada vez tenemos menos fuerzas y estamos más cansados.
Parece el fin de una época y todos los finales de una época se parecen: lo que no entiendo es por qué hemos decidido que esta época tan sensacional -y sensacional para todos, porque nunca tanta gente ha vivido tan bien como ahora- tiene que acabarse.