Ópera
La seducción de lo siniestro
Parece un milagro que el Liceo haya logrado, en los tiempos que corren, alzar el telón de un montaje como «Los cuentos de Hoffmann», del francés Jacques Offenbach
Parece un milagro que el Liceo haya logrado, en los tiempos que corren, alzar el telón de un montaje como «Los cuentos de Hoffmann», del francés Jacques Offenbach. Se trata de una ópera de envergadura, de más de tres horas de duración y que requiere fichar un buen número de cantantes de primer nivel. El esfuerzo debe de haber sido titánico, pero el objetivo se ha logrado, y con nota, tanto por el reparto como por la recuperación de la excelente escenografía de Laurent Pelly.
John Osborn encarna con solvencia al atormentado poeta, con un Alexander Vinogradov pletórico como villano, asumiendo todas las caras de su antagonista: Lindorf, Coppélius, Miracle y Dapertutto. Ya hace mucho que esto ha dejado de ser noticia: ¡Qué bien se muere Ermonela Jaho! La hemos llorado en los papeles de Violetta en «La Traviata», de Liù en «Turandot», Cio-Cio San en «Madama Butterfly», y ahora la soprano albanesa borda el papel de Antonia. Las coloraturas de Olga Pudova como Olympia, impresionantes, tienen un punto de originalidad que se agradece en esta aria tan transitada.
Mención aparte merece la mezzo Marina Viotti, en el rol de Musa y Nicklausse. Es un papel que estrena en esta producción, aunque nadie lo diría. Musicalidad en estado puro.
«Los cuentos» dan también oportunidad de lucir un plantel de cantantes con apariciones breves pero intensas. Excelentes Laura Vila, Francisco Vas y Carlos Daza, así como Roger Padullés, que exhibe con Nathanaël su excelente momento.
La batuta del maestro Frizza , ya un habitual del Liceo, es precisa, delicada y e incluso humorística, subrayando las ironías de la partitura (¡esos trombones en la balada de Kleinzach!). Sobre todo, es capaz de mantener la tensión dramática en todo momento. La escenografía de Pelly, repleta de referencias a la estética siniestra y seductora de Hoffmann a través de pintores como Correggio y Spilliaert acaba de rematar un montaje para quitarse el sombrero (o, en este caso, de acuerdo con el espectacular vestuario, la chistera).