La Barceloneta, del sofrito a la fritanga
Arturo San Agustín publica «En mi barrio no había chivatos» , crónica de la degradación turística
Oler a sofrito es un ejercicio proustiano que nos remonta al luminoso mediodía de madres o abuelas maridando sabores para brindarnos el mejor arroz a la cazuela. La fritanga es otra cosa: la desagradable mezcolanza de aceites reutilizados que inunda la Barcelona del turismo barato. En los merenderos a pie de playa, los que condenó el urbanismo «cool» de los Juegos Olímpicos del 92, se olía a sofritos. Desde que las máquinas arrasaron con los merenderos, toda Barcelona huele a fritanga. Las leyes de costas, explica Arturo San Agustín, «no han podido con los merenderos y los pescaítos fritos que se disfrutan en ciertas playas malagueñas». La Barceloneta no tuvo esa suerte: «Perdieron las sardinas y ganaron las leyes. Algunos periodistas señoritos de Barcelona, entregados ciegamente a eso que aún se sigue llamando diseño, esa frialdad que todo lo confunde, contribuyeron a que los merenderos desaparecieran de la playa». Pasemos listas a las víctimas de aquel asesinato: Casa Paulino, Cal Pinxo, Casa Costa, la Marina, La Aurora, La Venta Andaluza, La Dalia, Costa Azul, El Merendero de la Mari, El Salmonete, La Gaviota…
Hijo del contramaestre aragonés Cándido San Agustín, la infancia del cronista son recuerdos de una casa en la fábrica del gas El Arenal, de playas con alquitrán, clubes de natación y barracas del Somorrostro donde bailaba Carmen Amaya: «La parte feroz e injusta construida en la noche con ladrillos, cartones y maderas que los temporales arrasaban». «En mi barrio no había chivatos». Así bautiza el cronista su declaración de amor hacia el rincón frente al mar donde le nacieron. ¿Y por qué no había chivatos en la Barceloneta? Siempre se descuidaba alguna mercancía del puerto, pero nadie delataba al que la repartía por el barrio: «Nos trataban de gánsters, pero entonces robábamos mucho menos que los de ahora, esos que se hacen de oro con los pisos turísticos fastidiando a los vecinos que han de ir a trabajar», masculla su amigo Francisco Salgado.
El 3 de febrero de 1753 se puso la primera piedra del barrio que diseñó el ilustrado marqués de la Mina para albergar a los sin techo de la Ribera; se componía de pisos llamados popularmente «quarts de casa»: esto es 28 metros cuadrados para -largas- familias de las de antes. El barrio de pescadores, estibadores y «camàlics» del Born y el Mercat del Peix revive en las sobremesas del Sindicato de Estibadores de la calle del Mar. Así lo ilustra San Agustín: «Apenas quedan ya barcas de pescadores en el puerto. Tampoco está permitido acceder a las pocas que quedan. También está prohibido el acceso a la lonja donde diariamente se subasta el pescado. Todo se va prohibiendo. A las barcas de los pescadores las están sustituyendo yates de nuevos ricos. De rusos, por ejemplo, como el de un tal Abramovich, señor de petróleos, futbolistas, novia modelos etcétera, de quien se cuenta que su espectacular yate va armado con una plataforma de lanzamisiles».
Un «malvivir»
Más testimonios. La Barceloneta es hoy «un malvivir» para el armador José Antonio Caparrós al recordar cómo cada día a las seis de la tarde se escuchaba el rumor de los motores semidiesel de las barcas que traían el pescado fresco. El librero de la Negrocriminal, Paco Camarasa, lleva trece años en una Barceloneta que ha sido la víctima propiciatoria de la marca Barcelona: «Unos se benefician del turismo y otros lo padecen». En el barrio de hogaño corretean los guiris en pelota viva después de comprar en la tienda de un paqui que se queja… «No porque estuvieran en pelotas, sino porque no llevaban el monedero para pagar», aclara Camarasa. Cuando aparecen los turistas, apunta San Agustín, los vecinos del barrio anuncian que han llegado los indios: «Los turistas de chancla y mochila, se emborrachan a granel y, cuando el calor estival ataca, salen a las calles de la Barceloneta desnudos y cantando. Muchos de ellos son alemanes, ingleses e italianos. Y todo el barrio, víctima de la especulación inmobiliaria, es una violenta y apestosa meada, que asusta incluso a los perros con peor olfato…».
Los viejos ya no toman el sol en los balcones de «roba estesa». San Agustín denuncia mobbing inmobiliario, rebaños de turismo, borracheras colectivas, lateros paquistaníes y descuideros magrebíes. El autor de «En mi barrio no había chivatos» pergeñaba su memorial de agravios en el bar Emilio del paseo Nacional de toda la vida. Chapado el 31 de enero de 2008, con el bar de Evaristo y Paco, los hijos del armador que le dio el nombre, desaparecía una buena porción de esa memoria oral que San Agustín rescata en su libro: «Por ejemplo, aquella mañana que entraron con hambre de tortilla un grupo de encorbatados ejecutivos. Entraron y al observar a un individuo tocado con gorra de visera que, sin consumir nada, dormitaba en una mesa, sugirieron a Paco y Evaristo que obligaran a aquel tipo a abandonar la mesa…». La respuesta definía a los hijos de la Barceloneta: «Este hombre se queda donde está, porque es un pescador que ha madrugado más que ustedes toda la vida». Nunca la dignidad se expresó mejor.