Artes&Letras / Hijos del Olvido

Las raíces vallisoletanas del rey Sol

La que se convertiría en Ana de Francia, tras el matrimonio concertado con Luis XIII, asumió un destino que la llevó a luchar contra España

NIETO

F. Javier Suárez de Vega

En el Kunsthistorisches Museum de Viena se conserva un curioso cuadro. Es el retrato de una niña con gorguera de lechuguilla, como imponía la etiqueta de la época, que sujeta un jilguero en su mano. Tras ella, una ventana nos muestra un paisaje que, durante siglos, resultó un enigma para sus custodios. El personaje lo conocían: era Ana María de Austria, primogénita de Felipe III; la panorámica, como luego confirmarían, correspondía al Puente Mayor de Valladolid, con sus aceñas, y a una incipiente Huerta del Rey.

Lo pintó Juan Pantoja de la Cruz, retratista de la Corte, desde una de las estancias del palacio del conde de Benavente, entonces improvisada residencia real y hoy Biblioteca de Castilla y León. Muy pocos de los que frecuentan sus anaqueles saben que allí, entre aquellos mismos muros, nació el 22 de septiembre de 1601 la que posiblemente sea la vallisoletana más universal. Y, aunque no es ningún secreto, su historia sigue siendo muy poco conocida entre sus paisanos.

Para los fastos por su bautizo, en la que entonces podría calificarse como capital del orbe, se construyó y engalanó un pasadizo de medio kilómetro por el que la infanta fue conducida desde el palacio a la iglesia de san Pablo. Asistieron la flor y nata de la Corte, mandatarios extranjeros, incluso una embajada del sah de Persia, llegada para proponer una alianza contra el turco. Y se celebró con largueza: no faltaron «fiestas de toros, cañas, vacas encascabeladas, músicas, luminarias y hogueras».

Su niñez parece que fue feliz en el seno de la real familia. Aunque pronto se desvaneció la fugaz ensoñación infantil de esos primeros años. Una firma, la del embajador español en el Tratado de Fontainebleau, cambiaría su destino para siempre. Con solo 9 años, se comprometía su casamiento con Luis XIII de Francia, de su misma edad, así como el de Isabel de Borbón con otro vallisoletano, Felipe IV, en uno de aquellos pactos que perseguían quiméricas paces entre los sempiternos enemigos. En 1615 se celebrarían las bodas por poderes, una en Burgos, la otra en Burdeos para, poco después, hacer el intercambio de esposas en la isla de los Faisanes, en el Bidasoa.

En la obra de Dumas

Sus aguas fueron lo último que vio de España. Comenzaba un viaje sin retorno que la convertiría en Ana de Francia. Reina consorte en un país hostil, sufrió la animadversión del antiespañol cardenal Richelieu y de su suegra María de Médici. Su esposo la ignoró por completo; baste decir que el matrimonio no se consumó hasta 1619. Quebradizas relaciones maritales que se tambalearon de nuevo por el ‘affaire’ del duque de Buckingham, que la cortejó durante su visita a Francia y fue la comidilla de las cortes europeas, aunque nunca se demostró nada. Una historia, fuente de inspiración literaria y cinematográfica, inmortalizada por Alejandro Dumas en ‘Los tres mosqueteros’, los fieles servidores de la vallisoletana.

Las tradicionales alianzas selladas con matrimonios habían convertido a las monarquías europeas en una gran familia, por lo general mal avenida y acostumbrada a acuchillarse en sangrientas guerras. Y esas paces, como las firmadas entre España y Francia, condujeron a las desposadas a situaciones dramáticas y dolorosos conflictos interiores. El caso de Ana de Austria es paradigmático. Y admirable. Rehén de un destino que le fue impuesto, atrapada entre dos lealtades y condenada a una eterna y bidireccional sospecha de traición, en 1635 estallaba de nuevo la guerra entre Francia y España. La cercanía y la correspondencia secreta que mantuvo con su padre y con su hermano, Felipe IV, le ocasionaron serios problemas en Francia. Ironías de la Historia, muerto su esposo, se convertía en reina regente el día previo a la derrota hispana de Rocroi. Se veía así a la cabeza del gran enemigo de su patria y de su propio hermano. Mas hubo de asumir su destino. ¡Y vaya si lo hizo!

Ayudada por el cardenal Mazarino, afrontó con éxito no solo la guerra con España, sino una larga y peligrosa sublevación, la Fronda, que puso en serio peligro el trono de su hijo, Luis XIV, durante su minoría de edad. Las penalidades sufridas en aquellos años crearon un estrecho lazo entre ambos. En 1659, al fin se logró la paz que siempre había anhelado. Una paz que nos conduce al inicio de esta historia, pues también se negoció en la isla de los Faisanes y se selló con otra boda, la de su hijo con su sobrina María Teresa de Austria. De esta forma se acrecentó la amplia parentela castellana de Luis XIV, pues su madre, suegro y cuñados eran vallisoletanos, y su esposa madrileña.

Cuentan que cuando Ana murió, su hijo, el Rey Sol, el más poderoso de su tiempo, se desmayó. También que, cuando uno de sus allegados trataba de consolarle diciendo que fue una gran reina, respondió: «No señor, más que una gran reina, ella fue un gran rey».

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