Artes&Letras / Libros

USA en bus con parada y fonda

‘En busca del fantasma de América’, de Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan, se integra en una tradición de escritores contemporáneos españoles interesados en la manera de ser y conducirse del pueblo norteamericano

El profesor y escritor Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan HERAS

Fermín Herrero

Hace unos años, como muestra de la blandenguería sentimental imperante, manifestación genuina del ventajismo facilón, a su vez fruto del narcisismo desbocado por las autopistas de internet, tuvo mucho predicamento el novedoso sintagma «nostalgia del futuro», chocante por lo paradójico, vacío por completo, a mi juicio, por el lado semántico, aunque muy molón, en particular a efectos a la lírica de la experiencia, la predominante en nuestros días y donde más caló. Pues bien, el libro que nos ocupa está traspasado por una nostalgia también singular, pero con fundamento, por cuanto se sustancia en un pasado no vivido, sino construido y mitificado a través de lecturas, imágenes y canciones de formación, las decisivas para la manera de ver el mundo y forjar la personalidad.

En concreto, ‘En busca del fantasma de América’ se sustenta en la añoranza de un pasado idílico, en cierta manera remedo del tópico clásico de «La edad de oro», así que su autor, el profesor de Filología Inglesa de la UVA Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan, concluye que Estados Unidos es, al cabo, un recuerdo, «un sentimiento nostálgico de una América que fue en mi cabeza y en las temporadas que allí viví. Todo se iba convirtiendo ya en recuerdo y, por tanto, ficción, materia de los sueños escrita en la arena de algún desierto». Ese sustrato se formó en tres momentos cardinales para su cosmogonía juvenil, para su fascinación por el espíritu aventurero: el hallazgo casual en un tenderete de libros usados de la inolvidable edición de Bruguera, con traducción de Mariano Antolín Rato, de ‘En la carretera’ de Jack Kerouac y la visión posterior de dos películas: ‘American Graffiti’ y ‘Lady Sings the Blues’, basada en la autobiografía de Billie Holiday.

El «viaje crepuscular», en pos de esa idea de EE. UU., superpuesta en su imaginación al país real, contemporáneo, que se describe en paralelo, se presenta en cuatro tramos, a bordo de autobuses de la «legendaria compañía» Greyhound, que es como decir en Alsa, «desde Chicago a Santa Mónica», cruzando muchos estados, por la ruta de la autopista 66, conocida como «la calle principal de América», unos cuatro mil kilómetros, aunque en realidad casi siempre circule por las interestatales 40 y 44. El autor nos muestra en forma de ‘travelling’ retazos del paisaje, casi de costa a costa, con preponderancia de las monótonas praderas onduladas del Medio Oeste, pero también el cañón del Colorado o el desierto del Mojave: «De vez en cuando se yergue un cactus candelabro en medio del vacío pedregal».

Entre medias, un descanso a cada trecho, completa el libro viajero a modo de crónica con narraciones medio ensayísticas, curiosa aleación, en torno a la universidad de Colorado y sus impresionantes fondos bibliográficos donde rastrea huellas de la contracultura, con las Montañas Rocosas en lontananza; a la generación beat como homenaje (Gingsberg, Burroughs, Cassady, Corso, Ferlinghetti, el citado Kerouac por encima del resto, los vagabundos del Dharma sobre los que pivota la argumentación) y a la música: jazz, blues, rock o rockabilly, banda sonora del libro; o a Elvis Presley, mientras examina la mansión sureña, turística, de Graceland.

A partir mayormente de la observación de los compañeros de asiento, pero también en restaurantes de comida rápida, gasolineras con tienda, cafeterías hogareñas o hamburgueserías, traza un retrato sociológico de la nación, aséptica, donde «nada ni nadie huele» y lo cochambroso convive casi en ósmosis con la tecnología punta: cowboys crepusculares, tatuajes de impresión o michelines que se desbordan de los cuerpos envueltos en ropa casual. Lo mismo aplaude la capacidad de asimilación de lo foráneo que atiza a los devastadores estudios culturales. Mientras callejea como sosegado flâneur Memphis, Alburquerque, Denver, Chicago u Oklahoma, de forma meritoria, pues por las ciudades norteamericanas es difícil pasear, sin coche no eres nadie; tanto entre la «vida compulsiva y pública» de las urbes como por la «oculta y esquiva» de las poblaciones pequeñas; o bien matando el tiempo entre solares y edificios abandonados, en estaciones de las afueras y moteles de paso, nos imaginamos a un hombre tranquilo, en virtud de la perspectiva ponderada que nos ofrece de la realidad cotidiana del gigante en desmoronamiento.

El libro se integra así, con todo merecimiento, en una tradición de escritores españoles contemporáneos interesados en la manera de ser y conducirse del pueblo norteamericano. Señalemos ‘Usa y yo’ de Miguel Delibes, pionera incursión sociológica en la problemática del Imperio, extensa y por lo menudo, sorprendente para aquel tiempo, 1965, cuando el resto de Occidente aún no era una copia de las formas de vida por aquellos pagos, yanquis como se los llamaba entonces. Es muy curioso releerlo hoy, desde su simpatía hacia los amish hasta su explicación de Halloween. A Delibes, observador de «pura cepa rural», al decir de Umbral, tan distinto por motivos generacionales a Rodríguez Guerrero-Strachan, le impresionaron la abundancia, el maquinismo, la laboriosidad, la tolerancia, la amabilidad o el auténtico sentimiento democrático, aspectos asumidos por la memoria afectiva y sentimental del autor de ‘En busca del fantasma de América’. Al llegar en barco, a Delibes le impacta, lo deja atónito, la aurora de New York, como a Lorca cerca de cuarenta años antes, mientras que ahora cualquiera de nosotros tiene incorporada en su imaginario, desde niño, esa imagen de la ciudad.

Lo mismo sucede con algunos exponentes de la narrativa última, pongamos ‘Los días perfectos’ del santanderino Jacobo Bergareche, con Austin, Texas, como escenario del tórrido meollo argumental, donde cumple con otro sueño adolescente, en su caso visitar un mitificado honky tonk; ‘América’ del maño Manuel Vilas, a mi escaso entender un libro muy por encima de su aclamado ‘Ordesa’ y del premiado ‘Alegría’, dedicado a los estadounidenses desesperados, crónica de sus estancias americanas, especialmente en el Midwest, con Iowa como eje, pero con visitas a Houston, Miami, Denver, Chicago, Baltimore o New York, con un trayecto también en la «benemérita compañía Greyhound»; o ‘Pájaros que se quedan’ (enigmático verso, como tantos, de Emily Dickinson) del sevillano-balear Eduardo Jordá, que empieza igualmente en un autobús, con destino Harrisburg, y narra su experiencia como ‘visiting scholar’ durante un semestre en Carlisle, Pensilvania («el bosque del cuáquero Penn»), para trazar una radiografía de la América profunda cuando estaba fraguándose el incomprensible, desde Europa, fenómeno Trump. Su referente emotivo es, en este caso, el sueño americano, incumplido, de su padre. En la misma línea de estos autores, ‘En busca del fantasma de América’ nos proporciona una visión peculiar, de manera amena y al tiempo provechosa.

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