Artes&Letras

Ecos de Andrés Trapiello

El escritor leonés lanza una nueva entrega, la número veinte, de la serie «Salón de pasos perdidos. Diarios y cuadernos». Un relato que se detiene en sus escenarios habituales, el Rastro madrileño o un León lejano, y plasma vivencias literarias como su enriquecedora relación con Delibes

Andrés Trapiello, junto a Miguel Delibes, en una imagen de archivo EFE

NICOLÁS MIÑAMBRES

Con menos páginas que en otras obras, aparece Sólo hechos, de Andrés Trapiello, que tiene probablemente cierto aire innovador. Tal vez porque hace suyo el aforismo de Sthendal: «Cuando miento, me aburro». Lo comenta en «Medio prólogo», confesando: «a mí me cuesta mucho hablar de mí, seguramente porque unos días sé quién soy, y otros en absoluto». Y finaliza el prólogo con una irónica confesión: «aunque, la verdad, no he perdido la esperanza de llegar a más con ‘hechos, sólo hechos’ que hablen de mí mejor que yo mismo».

La obra discurre por los derroteros habituales: el Rastro, los libros, Las Viñas, el León lejano, la naturaleza, la familia… Todo ello queda contaminado por la subjetividad, transformado a veces en alegoría, rematado frecuentemente con aforismos. En estos elementos se halla el mérito: contar casi siempre lo mismo, consiguiendo que el lector esté captando la obra de forma distinta. Desde su punto de vista, por ejemplo, el trato con Miguel Delibes es un encuentro nuevo, y enriquecedor. Sin embargo sorprende su visión, tan valiente e inesperada, de ciertos personajes y de algunos aspectos culturales. El café Gijón no queda demasiado bien parado: «Qué gentes más extrañas las de este café», escribe, perfilando el retrato de personajes imposibles. Algo semejante ocurre con la Real Academia, donde lo imaginamos invitado a la entrada de un nuevo académico. La ceremonia le sirve para perfilar una despiadada caricatura del acto y del académico a lo largo más de diez páginas. Extrañamente, su actitud es delicada y tierna en momentos diversos, con su gato o con determinados personajes zarrapastrosos y humildes, como algún vagabundo o un chapero.

Ante la cuestión libresca es curioso el comportamiento de Trapiello ante la naturaleza, contemplada por él casi siempre desde Madrid, pero con cierta pasión desde Las Viñas o, con nostalgia, de León. Y ese paisaje de lo natural se convierte en ocasiones en objeto de contacto hostil, como es serrar un gran árbol, que parece poner en peligro su vida. En otros casos, su mirada es la del poeta, admirado por el alrededor floreciente, especialmente en Extremadura. Es en estos casos cuando a Trapiello le surge una visión lírica diferente. De entre los personajes, casi siempre denominados con iniciales, no ocurre con Graciela Palau De Nemes, que le ofrece una imagen casi desconocida de la convivencia de Juan Ramón y Zenobia. No faltan las páginas dedicadas a viejas casas señoriales o antiguos palacios, cuya descripción evoca con un cierto aire de nostalgia, recordando muchas veces la vida ejemplar de sus moradores.

La mirada sobre León queda ensombrecida en este tomo por la cercana muerte de su hermano, motivo del dolor de su madre y del propio narrador: «Durante años pensó uno que no había ningún misterio en la vida de su hermano, pero ahora que advertimos también que se está extinguiendo de manera inexorable, todo le parece a uno misterioso en ella, precisamente cuando no habrá tiempo de indagar mucho más en sus pliegues». Es una buena forma de finalizar la obra y, especialmente, de rubricar, la gran personalidad de la figura de su madre.

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