Coronavirus / Día 10

Diario de una periodista confinada: benditos paseos

«Miro hacia atrás y me cuesta visualizarme tomando un café mañanero en el Colmadito de la plaza de la Rinconada o recorriendo la concurrida calle de Santiago...»

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ICAL

MONTSE SERRADOR

Así, como que no quiere la cosa, ya es martes. Miro hacia atrás y me cuesta visualizarme tomando un café mañanero en el Colmadito de la plaza de la Rinconada o recorriendo la concurrida calle de Santiago rumbo a la rueda de prensa de la Consejería de Sanidad que en las últimas jornadas, antes de la reclusión hogareña, ya eran continuas. ¡Cómo lo echo de menos!, el obligado paseo, porque las comparecencias siguen aunque en modo «no presencial». Da la sensación de que hace una eternidad desde que comenzó el confinamiento. Recuerdo que aquel lejano domingo, 15 de marzo, tuve que acudir a un hospital de Valladolid para darme el primer baño de realidad, cuando aún no nos queríamos creer la gravedad de la situación. Ese día, entré en el centro justo cuando los profesionales sanitarios, enfundados en los ya famosos EPIS, evacuaban en Uvi Móvil (de secundarios, se llama técnicamente) a una persona de avanzada edad con un posible positivo en Covid-19, rumbo a otro hospital. Me pararon en la puerta y contemplé la maniobra mejor que en la fila 7, incluidas las palabras de agradecimiento de los familiares del enfermo. Ya en el centro, la atención de los profesionales magnífica, pero la angustia se palpaba en el ambiente. Silencio, mascarillas, distancia por medio, espacios libres, salas de espera cerradas… Luego, todo volvió a la normalidad, al movimiento habitual, aunque contenido, de un domingo corriente.

Era el primer día de una cuarentena que creíamos que iba a ser de 15 días y que ahora ya sabemos que será de 28. Con dos adolescentes en casa y, lo que es peor, con dos periodistas y, por lo tanto, con dos redacciones que no siempre tienen horarios o necesidades comunes. Aunque, para horarios, los del colegio virtual. Prometo no volver a criticar el calendario de trabajo de los docentes que, estos días, me parece más intenso. Es que, claro, no es lo mismo que dejarles a las ocho y recogerles a las dos y media. Eso sí, el madrugón es menor y, a falta de cambiar la hora el próximo fin de semana, ya hemos modificado el temporizador de la calefacción, que vienen tiempos difíciles y no es cuestión de desperdiciar. Y por eso, el supuesto desabastecimiento, que no es tal, es una coartada muy útil. “Esto no me gusta”, dicen. “Es lo que hay y no podemos ir a comprar”, puede ser la respuesta. No es del todo cierto pero como excusa es válida.

Hoy ha amanecido un día bonito día o eso parece por el sol que se cuela por la ventana hasta el punto de deslumbrar. Vivir en un pueblo, ahora se dice medio rural, tiene el inconveniente de no ver la diferencia entre calles abarrotadas y vacías, entre actividad y parón. ¿Ventajas? Muchas, aunque la distancia no siempre te permite oír los aplausos o a los músicos espontáneos que alegran las jornadas. Aunque se oye, vaya si se oye, todos los días, a las ocho de la tarde. Las palmas rompen el silencio para ser una ola de solidaridad y agradecimiento que sube y baja desde el pueblo más pequeño hasta la ciudad.

Bueno, dado que aquí tenemos dos redacciones y otras tantas aulas, ya no sé si es hora de trabajar, de descansar, de comer, de realizar las tareas domésticas o de dormir. Mejor, de leer. Así que lean que, mañana, prometo contar algo de un visitante que, pese al aislamiento, se ha colado en casa.

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