Antonio Illán - Crítica teatral
Teatro de texto y de gesto
«Reikiavik», de Juan Mayorga, en el Teatro de Rojas
Título: Reikiavik . Autor: Juan Mayorga . Dirección: Juan Mayorga . Intérpretes: César Sarachu, Daniel Albadalejejo y Elena Rayos . Escenografía y vestuario: Alejandro Andújar . Iluminación: Juan Gómez Cornejo . Espacio sonoro: Mariano García . Imagen y fotografía: Malou Bergman . Producción: La Loca de la Casa y Entrecajas .
Reikiavik es una obra muy aplaudida y muy premiada de Juan Mayorga, uno de los dramaturgos más consistentes del panorama teatral, un consagrado, sí. Desde El Astillero y otros bifurcados caminos teatrales, la producción, la creatividad, la escritura minuciosa y precisa de este autor nos ha dado textos excelentes, muchos de ellos convertidos en verdaderos éxitos, como este.
Reikiavik es mucho más que la historia de la partida de ajedrez entre Fischer y Spassky en 1972 , que ganó el norteamericano, o la vida de estas personas, es también la rememoración del contexto histórico en el que la partida se desarrolló, en plena Guerra Fría, donde los más interesados por la vitoria eran los bloques contendientes, Estados Unidos y Rusia. La crítica fina e irónica que el texto destila desentraña las miserias, las manipulaciones y las marrullerías de las poderosas potencias y, al mismo, tiempo quiere salvar la inteligencia de la individualidad frente a la opresión interesada del sistema, tenga este el color que tenga.
Sin embargo, Rekiavik no es un teatro solo político, ni solo social, ni un biopic, pues la pieza en esencia se sostiene sobre el evocador retrato que se hace de Fischer y Spassky, unas veces directamente y otras mediante el alter ego de dos personajes, a quienes el autor nombra como Waterloo y Bailén, es decir dos batallas que supusieron un fracaso de Napoleón. En el fondo, Mayorga también está describiendo el proceso hacia el fracaso vital de los dos ajedrecistas. Y no queda ahí, pues nos muestra visiones del mundo percibidas y expresadas por mentes diferentes. Así mismo, realiza guiños constantes a la educación: “¿Pero qué se enseña ahora en los colegios?”, repiten en diversas ocasiones Bailén o Waterloo, cuando se dirigen al muchacho (el tercer personaje) adolescente, que pulula entre ellos y al que hacen participar de su partida.
Es esta una obra multitemática que no se dispersa, que conforma un puzle, en el que casan las piezas de la identidad personal y el juego a ser otro, la Guerra Fría de los años 70, el mundo corrupto de la alta política, la muerte o el adiós (esta de Rekiavik es una especie de última partida para los dos jugadores), el ajedrez como juego de estrategia para conducirse en la vida, la simulación y la impostura que supone fingir ser otro y desdoblarse en otros, el antisemitismo, la deficiente e inútil educación actual (“vas a aprender mucho más aquí que en el aula”, le dicen los jugadores al muchacho que va a hacer un “examen final, global y oral”).
La obra se basa en la memoria (el espectador conoce la historia que se cuenta) y la imaginación (el autor compone un texto teatral con multitud de personajes, que desfilan alternándose y constituyen un reto interpretativo, superado con creces por la profesionalidad de los protagonistas.
Si el texto es importante, no lo es menos el gesto . Muchas historias, situaciones, sentimientos o emociones se recrean únicamente con el trabajo gestual de los actores, Daniel Albadalejo y César Sarachu, que configuran unos personajes caleidoscópicos, icosaédricos, con muy diversas caras, posturas, movimientos, tonos de voz o silencios. Y todo cabe en un escenario sencillo, donde la imaginación del espectador obliga a este a crear “su” obra con los hilos que le hace tejer maravillosamente la sobrada inteligencia teatral y de la otra, sobre todo lingüística, de Juan Mayorga , que es una autor exacto, filosófico, escénico, multiforme y heteróclito, y en esta ocasión, además, un director que obliga a hacer a los actores malabarismos milimétricos para adecuar texto y gesto.
La interpretación es un verdadero duelo entre Saracho y Albadalejo de gran complejidad y con un ritmo vertiginoso que no da espiro al espectador. No es fácil magnificar a uno, si ello fuese entendido como desmerecer al otro. Ambos recordarán durante mucho tiempo este gran trabajo. Menor peso tiene Elena Rayos, como es normal, en el papel del Muchacho, pero aporta la frescura y naturalidad que hacen verosímil el alma adolescente.
La mínima escenografía se resuelve bien con la mesa de juego, con las proyecciones en la pantalla, con una iluminación muy estudiada y con unos figurines que son un complemento esencial para identificar a los personajes.
Reikiavik es puro teatro contemporáneo, comprometido con la buena escritura, con la ética social y con el hacer crecer al espectador como ser pensante, con un toque de ternura, una de las constantes en el teatro de Mayorga, que suaviza un final que la realidad hubiera dibujado más áspero.
Si la cultura une a los hombres y la política los separa (Ionesco), esta obra debiera girar permanentemente durante mucho tiempo por los circuitos escénicos, porque su valor es mucho mayor que el precio que se paga por la entrada.
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