HISTORIAS DE LA COVID-19

Una enfermera del hospital geriátrico de Toledo: «Le das la mano, acaricias su cara y le dices por lo bajito: ‘No estás solo’»

«Cuando un paciente muere, el dolor nos acompaña cuando llegamos a casa y lloramos», cuenta a ABC esta profesional del Virgen del Valle

Coronavirus, última hora

Una enfermera se protege. La fotografía está tomada con un teléfono móvil cubierto por un plástico como medida de seguridad Cedida por Inés

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«Siento miedo, como todos, a este bicho maldito que se está llevando a tanta gente por delante; miedo cuando llega un wasap de una compañera que nos dice: ‘Chicas, soy positiva’, Y ese miedo incontrolable te hace preguntarte: ¿Cuándo me va a tocar a mí?». La reflexión es de Inés, el nombre ficticio a petición propia de una enfermera que trabaja desde hace 14 años en el hospital geriátrico Virgen del Valle de Toledo .

Inés va de casa al trabajo y, cada quince días, sale a hacer la compra al supermercado. Lleva más de un mes y medio, desde el 9 de marzo, aislada en su piso. Sola. Se acuerda muy bien de aquel lunes, festividad de santa Francisca Romana, que poseía el don de ganarse el amor y la admiración de cuantos la trataban. «Cuando me despedí de mi pareja, de mis padres y del resto de mi familia para decirles que tenía que aislarme de ellos, porque no quería llevar el bicho, me prometí que el miedo no me iba a paralizar —asegura—. Ese día lo recuerdo como terrible, pero era un soldado al que habían llamado a filas para combatir esta pandemia, la pandemia de la soledad; y me armé con lo único que tenía: fuerza, responsabilidad, moral y ética profesional».

«Se desató el horror»

Relata que, de un día para otro, el hospital se llenó de enfermos sospechosos por coronavirus, negativos, positivos... «y se desató el horror», porque «todo era nuevo para los profesionales, para los pacientes y para las familias».

Luego material que no llegaba o que empezaba a entrar con cuentagotas. También «desconocimiento absoluto al comportamiento del bicho, sensación de descontrol, de abandono, de tristeza, de más miedo...». Pero el bicho no contaba con la fuerza de ella y de todo el hospital para «hacer lo que mejor sabemos hacer: cuidar; una palabra tan grande con tan pocas letras. Cuidar a nuestros mayores, esos mayores a los que debemos todo, los que nos han permitido ser lo que somos y vivir como hasta ahora lo hacíamos, y que se nos van».

Sin embargo, Inés reconoce que al principio «no sabes bien qué hacer; llevas una larga bata impermeable que te limita los movimientos, una mascarilla que se te clava y te deja marcas en la cara; no solo marcas visibles, también invisibles». El equipo se completa con un gorro, calzas, capas de guantes y una pantalla que «te aísla, te desorienta y te impide comunicarte bien con el resto de la gente que te rodea, con tus compañeros y con los pacientes».

Ese dolor

Pero, cuando «empiezas a acostumbrarte, te das cuenta de que, aunque solo se te vean los ojos, los pacientes saben ver la sonrisa que les dedicamos; que sigues teniendo manos que pueden acariciar las suyas, que tienes un teléfono en el bolsillo que te permite llamar a su familia y, cuando la situación del paciente lo permite, haces la videollamada y la emoción nos embarga a todos». «Ponemos medicación, les sacamos analíticas, cogemos vías, sondas y lo habitual del día a día del hospital —resume Inés—; avanzamos conociendo al bicho y tratamos de ganarle la batalla, pero a veces eso no es posible. Se nos van, y ahí viene la parte dura, para ellos, para nosotros y para sus familiares».

«Es ahí cuando un dolor muy grande se instala por todos lados, un dolor que sientes físico», afirma Inés. Pero añade que no es un dolor de espalda de llevar horas con el equipo de protección individual puesto; tampoco es el dolor de la pantalla que «se te clava en la cabeza» ni el de la mascarilla que «te provoca heridas en la barbilla y en la nariz». «Es un dolor que nos acompaña cuando llegamos a casa y lloramos —continúa—, porque llegamos a sentir lo mismo que un hijo, un nieto o cualquier persona que sabe que va a perder un ser querido sin poder acompañarlo, sin poder despedirse; sin poder rendirle el homenaje que se merece por toda una vida de sufrimiento, de esfuerzo, de lucha, de amor». «Una vida que empezó con una guerra y termina con otra», añade la enfermera, que asegura que «sentimos lo que siente ese familiar cuando recibe la peor llamada desde el hospital: ha empeorado y no podemos hacer nada más».

«Pero sí, sí que seguimos haciendo cosas por ellos —enfatiza—; te vistes de extraterrestre o de astronauta o de tortuga ninja; a mí me gusta más esto último porque me arranca una sonrisa cada vez que me toca iniciar ese ritual de capas y más capas, y empiezas a entrar en las habitaciones, sobre todo a esas en las que sabes que el bicho ha entrado con toda su furia para acabar con todo».

«Aguantas las lágrimas»

Ya en la habitación, «bajas la barandilla de la cama, coges una mano que ya no tiene fuerza, pero que sabes que siente que otra mano, también cansada y agotada, la está apretando; y acaricias una cara surcada por las arrugas que son las marcas de toda una vida; una cara que habrá recibido infinidad de besos de esos familiares abatidos en sus casas, y les dices muy bajito: ‘Estoy contigo, no estás solo’ . Aguantas las lágrimas y no dejas que se vayan sufriendo; haces lo único que nos queda: acompañarlos, suplir a sus familiares, que no pueden estar con ellos, y asumes ese dolor como tuyo, pero que después se convierte en la única recompensa que tenemos».

Luego «llegas a casa y, después de lo que yo llamo protocolo de desinfección, te sientas y lloras, porque después de tantos días sigues sola; lloras por lo que has dejado en el hospital, por la tristeza, la impotencia y el miedo; y, cuando ya no te quedan lágrimas, te das cuenta de que entre toda esa mierda también hay algo bonito: la satisfacción de acompañar a tantas personas y combatir la pandemia de la soledad».

«Podría contar lo que todos sabemos y lo que vemos a diario en la tele, en las redes sociales y demás —añade—. Pero solo quería dedicar unas palabras a los olvidados de todo esto, a los familiares de nuestros pacientes, para decirles que la dureza de la incertidumbre, la crueldad de la soledad y el dolor de una despedida sin despedida ocupan la mayor parte de nuestro tiempo, porque ahora cuidar es acompañar. Nuestros pacientes no están solos».

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