ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA

Manuel Palencia, marinero en tierra

Su libro 'Bares para el recuerdo. Días de vino y rosas' es un retrato social de los jóvenes toledanos de los 80

María José Muñoz

Esta funcionalidad es sólo para registrados

Poco antes de la pandemia, estábamos comiendo en una terraza frente al mar mi hija Silvia y yo cuando vi acercarse en bañador a Manolo Palencia , que se unió a nosotras, pidió agua, charlamos un rato y se marchó. Pero no se alejó andando sino nadando hasta llegar a su velero fondeado en Calabardina , playa donde veraneo desde que tengo memoria (y él lo hizo algunos veranos), y siguió su viaje por aguas del Mediterráneo.

Unos metros atrás, tras la montaña, una pequeña cala hoy destruida por la especulación fue paisaje durante varias décadas de uno de los bares o garitos que Manuel Palencia incluye en el libro ‘Bares para el recuerdo. Días de vino y rosas’ , editado por Alfonso González-Calero , colaborador de ABC y su editorial Almud . Aquel bar se llamaba El Cotopaxi , con cenadores bajando hacia el mar, que ambos conocimos aunque nunca coincidiéramos allí, y que regentaba Sarita , una alemana con pasado nazi y buenos contactos con el gobierno franquista.

Cuenta Manolo que en el verano de 1980 , en que ella rondaría los 50, tenía un amante de 17 años. Se llamaba Virgilio y era un auténtico 'adonis' que un día desapareció y nunca más se supo de él. Yo recuerdo a la extravagante Sarita, pasados algunos años de aquello, ya casi anciana, recorriendo la playa junto a un pequeño burro y rodeada de perros. Manolo conoció allí al actor aguileño Paco Raba l, que era vecino estival de mis padres. Deben leer ese capítulo de este bar de Águilas (Murcia), casi olvidado entre la niebla del tiempo y la leyenda.

Presentación en la Feria del Libro de Toledo el 14 de mayo del libro de Palencia ABC

Pero la mayoría de los bares que Palencia incluye en este libro son de Toledo , ya desaparecidos todos, como El Cotopaxi, además de otros, hasta sumar 28, de lugares como Benidorm, Mojácar, y otro más de Águilas.

Se trata de un libro que te invita a la lectura en cuando lo abres porque está muy bien escrito y habla de algo que interesa a los toledanos, al menos a los que pasamos de los 50 años , a los que conocimos en aquella década de los años 80 del siglo pasado estos lugares de encuentro donde la vida nos emborrachaba tanto como el alcohol. Es un libro de ese ‘cualquiera tiempo pasado fue mejor’ manriqueño , un libro alegre pero tocado por la nostalgia y la melancolía. Gran parte de la verdadera historia se escribe en los bares. Por eso, yo calificaría de histórico este libro, ya que, aunque el autor no entra en el ámbito político de aquella década, ¿qué más histórico que las relaciones humanas , los contactos de la gente corriente que, uno sobre otro, van forjando la pirámide histórica y social de un país; la cultura de a pie, la lectura compartida de libros, las músicas escuchadas, muchas de ellas en la frontera literaria, o movimientos contraculturales como el de La Movida Madrileña que también llegaron, aunque fuera tímidamente, a Toledo.

A este enamorado de los bares que es Manolo Palencia, -acaba de abrir uno en la judería toledana-, aquella movida le pilló, por edad en Toledo. A mí, tras aquel 23-F que Javier Cercas disecciona tan bien en ‘Anatomía de un instante’, me pilló ya en Madrid estudiando Periodismo. Recuerdo acudir por las noches al bar que los hermanos Enrique y Álvaro Urquijo , Los secretos, frecuentaban en la calle Hilarión Eslava, ‘La Eslava’ muy cerca de Moncloa. Y en mi familia siempre recordamos con muchas risas cuando a los pocos años llegó a estudiar a Madrid mi hermana pequeña y nos pedía incansablemente que la lleváramos a la movida.

Aquel fenómeno coincidió en España con la despenalización de la homosexualidad , la venta de anticonceptivos, el resurgimiento del feminismo y el laicismo en la sociedad, una época también en la que, tristemente, las drogas acabaron con la vida de muchos jóvenes , entre ellos Enrique Urquijo, como ocurrió con muchos toledanos también, como deja entrever Manolo Palencia en los relatos de bares de un libro que está dedicado a dos amigos que ya no están , Jechi y el Chirla, y dos que sí están, sus queridos hijos Paola y Andrés, pertenecientes a una generación, la de nuestros hijos, que ya no sale a las calles en busca de aventuras sino que tienen ya todo su ocio programado en conciertos o 'quedadas' con esa 'frialdad' que caracteriza los contactos en las redes sociales, tan alejados del factor humano del abrazo, el beso, el salto espontáneo cuando ponían tu canción en la máquina de la música del bar de la esquina y sobre la mesa se amontonan los botellines de Mahou . En sus lugares de ocio no existen los libros.

Así, todos estuvimos alguna vez en el Tierra , donde por primera se oía hablar de un tal Pedro Almodóvar y el guapo camarero Manel, del grupo 'El pecho de Andy', le enseñó a Manolo el disco de Nacha Pop, con Antonio Vega y aquella ‘chica de ayer’ , «la radiografía de nuestra alma», dice el autor; y sonaba Mick Jagger; o en la pared había un cartel de Ceesepe mientras un libro de Edgar Alan Poe reposaba sobre una mesa.

De historia hablaba con los amigos en el Hogar Obrero , entre viejas estufas de leña; y el ácido lisérgico corría por las dos plantas de la boite Garcilaso , «la sala de baile de las mil y una madrugadas», dice Palencia, con el recuerdo de aquella chica en la cabeza.

A los 15 años, con Sandra y Amaranta bailaba tangos de Gardel en el Ambos mundos , el vino rancio y el tabaco negro sobre la antigua barra de acero y cinc junto a un libro de Lovecraft y los parroquianos mezclados con los jóvenes que pagaban lo bebido dejando las chapas de las botellas. «Nunca desconfiaron de nosotros», asegura el autor.

En los bares, los privilegios y las jerarquías sociales desaparecían, y en aquellos bares toledanos que ya echaron el cierre para siempre se unían en comunión varias generaciones y gente de todo pelaje : borrachos, obreros, estudiantes, funcionarios, artistas... y hasta a tu propia madre podías encontrártela hablando con una vecina recién llegada del mercado si vivías en el Casco.

Siglos atrás , rodeados de callejuelas mal iluminadas, entre mesones, mancebías y garitos toledanos, seguro que habríamos encontrado a Lope de Vega y al mismísimo Cervantes , esos mesones y tabernas que cruzaron el charco con los conquistadores hasta el Nuevo Mundo. Desde allí, desde el barrio de Brooklyn en Nueva York, el poeta toledano Hilario Barrero ya ha leído el libro de Manolo Palencia. Y esto le ha parecido:

« Hay momentos en que la prosa se encabrita y te ahoga el sentimiento. El libro tiene esa melancolía de lo que se pierde, esa soberbia de lo que se gana noche a noche, el ruido de la soledad, la engañosa realidad de que lo que parece nunca va a acabar, acaba. Es una guía para que te pierdas y un libro para que encuentres lo añorado . Descarnada, a veces, el libro nos presenta una colmena de personajes que pasaron sin pena ni gloria como una tormenta de verano. Es, sobre todo, una crónica social, una brecha en los valores 'de siempre', una leve crítica religiosa y, sobre todo, un puñetazo emocional en el alma de hombres y mujeres que empiezan a aprender a ser mayores. Gracias a la prosa ‘alcohólica’, nostálgica y nerviosa de Manuel Palencia podemos ver que en la fragilidad de la sombra de un bar o de una taberna brilla el desamor, hierve la fiera sexual y sentimos, irremediablemente, el paso del tiempo».

Y quién no se acuerda de El Tropezón , que se llenó de jóvenes durante décadas, la máquina de la música, el damasquinador en zapatillas de estar por casa o el bailarín de claqué; o de El Calimocho , frecuentado por princesas y canallas, donde el autor leía cómics con sus dos amigos de la infancia entre vasos de vino tinto con Coca-Cola, mientras que Richard Corben , el historietista estadounidense «nos mostraba la belleza íntima de la derrota».

Público que acudió a la presentación en la plaza de Zocodover ABC

Y El Garaje , aquella cochera de la calle Cervantes abierta como bar por el Tío Dimas, un antiguo aparcadero de camiones donde convivieron los hippies y los homosexuales de la època . Y Palencia fue feliz carteándose con sus amores de verano.

Al Cohete, al Legionario o al Nombela podías encontrártelos en aquella casa de comidas familiares que era El Nido, cuya barra eran los capós de los coches aparcados en la plaza de la Magdalena , entre los que deambulaba ‘Santi el del bote’; y a mi compañera Valle Sánchez verla en El Manhattan con su cerveza, en la galería comercial de El Miradero, donde por primera vez escuchó a los Golpes Bajos y Manolo Palencia a los Police. Por allí pasaba también el periodista Alfonso Castro y los chicos llevaban pintada la raya del ojo y los gabanes les llegaban hasta los pies.

Muchos toledanos jugaron al mus entre antiguos botellines de Mahou en El Patio , al que todos conocían por La Cana. Con aire de taberna cutre madrileña, como las que salen en 'La Colmena' o en 'Luces de Bohemia', también se consumían algunas hierbas y resinas vegetales, y alguno se quedó de piedra cuando al tocar el mármol de las mesas por debajo las letras grabadas revelaron ser lápidas de cementerio . Por aquellas calles vi pasar yo a la primera ‘drag queen’ -o lo que a mí me parecía una de ellas- que he visto en mi vida: Lola, ‘la Buscapisos’ . Llena de joyas como la Custodia de Arfe, pintada hasta el hartazgo, un pelo rubio cardado de bote que la hacía crecer hacia las alturas, las pestañas de aquella mujer subían retorcidas tocándole la frente.

No quiero extenderme más porque tienen que leerlo. Pero imaginen que aún quedan bares como Los candiles, el Bartolo, el Macondo, el Palacio Shankara, San Justo Precio, el Ti-fall, el bar Centro, La Chapinería (que sale en la portada del libro con la gente amontonada en la cuesta que baja a la puerta del Reloj de la catedral), El enebro, El Marlene....y tres más de Cuenca, Ciudad Real y Guadalajara. (Incluye el libro un código QR con cinco horas de música de aquellos años).

Y además, el Pacha de Benidorm, el Ninfas y Faunos de Mojácar y otro bar de Águilas, El garabato , desde donde se seguía la fiesta en la playa del Hornillo, frente a isla del Fraile. Seguro que Manolo, aquel día que zarpó de Calabardina, recordó a sus amigos al pasar por ese idílico paraje y divisar la cala Amarilla y el puente de hierro de los ingleses inaugurado en 1903, desde donde se cargaba en barcos el mineral.

Algún día el autor de este libro llegará a su destino a bordo de su velero y bajará a tierra . Porque, como escribió Manuel Vicent , «se trata de huir detrás de un sueño para encontrar una mecedora blanca y balancearse en ella bajo una parra, junto a la mar...dejar pasar las horas, desechar cualquier ambición, vivir el sol en medio de una elegante austeridad, tomar aceite de oliva, andar descalzo sobre la sal, navegar en aguas de dulzura , y no desear nada sino amigos y ensaladas de apio».

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación