José Rosell Villasevil - SENCILLAMENTE CERVANTES (VII)
La Cárcel Real
La cirugía de don Rodrigo pasó, angustiosamente para todos ellos, desapercibida en el tráfago de la Corte vallisoletana
La cirugía de don Rodrigo pasó, angustiosamente para todos ellos, desapercibida en el tráfago de la Corte vallisoletana. Bien parece que aquella heterogénea y abigarrada muchedumbre, más pensaba en bodegones, en mascaradas y en saraos que en galenos; por cierto, que muchos y con muy buena fama en la histórica ciudad los había. Pero don Rodrigo...
Dice el mordaz Quevedo, que «si quieres ser famoso médico, primero linda mula y sortijón de esmeralda en el pulgar; porque si andas a pie, aunque seas Galeno, serás platicante». Y eso era precisamente don Rodrigo el bueno, poco más que un modesto alfajeme.
La familia numerosa se ve atrapada en un dramático dédalo económico, con cuatro niños; la mayor, Andrea , de siete años, el pequeño Rodrigo con apenas dos. Y Magdalena a punto de llegar. Pero antes le tocaba el turno a San Juan: el día 23 de junio, aparece el puntualísimo casero, Diego de Gormaz, procurando el cobro de los 20 ducados de su legítima renta inmobiliaria. María y doña Leonor, han de malvender hasta sus antañones pendientes generacionales, por no verse de patitas en la calle y con la prole a uestas. Esto viene a enmendarse, con la pesadilla inexorable de ese reloj de arena de sus prestamistas -que no eran otra cosa que vulgares usureros-, cuyos granitos infames caen uno a uno, sin pausa y sin piedad alguna, cercando cruelmente a sus víctimas. Y ya no queda nada que vender.
El 2 de julio, un miserable llamado Gregorio Romano , presenta ante el teniente de corregidor, la falsa obligación de una compra fantasma, firmada e impagada por don Rodrigo; y aquella sanguijuela solicita el embargo de todos sus bienes, así como su inmediato encarcelamiento. Dos días después de producirse éste, tiene lugar aquel, al que se agregan también las pertenencias de María, en su calidad de fiadora.
Desgarra el alma pasear la mirada por ese terrible inventario de objetos embargados de toda laya donde, entre otras muchas minucias de índole personal y doméstica, figuran: «... una manta frazada blanca y otra colorada; cuatro sábanas y tres almohadas y una pequeña; más tres libros, el uno de «Antonio» y el otro de «Práctica de Cirugía y el otro «De las Cuatro Enfermedades» (los que servían de pauta y vademécum al modesto «zurujano», para que hablando el correcto lenguaje de Nebrija, pudiera disimulase la mala práctica de su medicina) «Más una mesa de pino con sus bancos de lo mismo, y más dos sillas de caderas quebradas, y tres sillas viejas. Más tres colchones...Más un Niño Jesús, más una vihuela...»
¡Dios mío, qué hermosa forma de seguir creyendo en ti, con la bonita persuasión, también, de que «la música compone los ánimos descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu!»
Habrían escondido previamente cuanto les fuese posible, ante lo que se les venía encima, sobreviviendo luego en el ingenio milagroso del día a día, en tanto que el cabeza de familia continuaba preso, esgrimiendo su condición de hidalguía para recuperar su legítima libertad, esa por la que, «como por la honra, se puede y debe aventurar la vida».
Y para colofón de la terrible tragedia -« El Cerco de Numancia » a su lado será un entremés-, el Señor les obsequia ahora con otra. un poquito menos inoportuna bendición: ¡Doña Leonor dá a luz al sexto hijo! Concretamente a la niña que habría de idolatrar a su hermano Miguel: la delicada Magdalena.
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