Vivir Toledo
La presa del Artificio. De Juanelo Turriano a López Vargas
En el siglo XVI, se asumía que el Tajo podía calmar la sed de los toledanos, persistiendo tal uso cuando se ejecutó el plan de López Vargas en 1868
El suministro de agua a la Toletum romana se afrontó hacia el siglo I d. C. con la presa de Alcantarilla (Mazarambroz), en el río Guajaraz, un canal de casi 40 kilómetros y un acueducto-sifón sobre el Tajo, no lejos del puente de Alcántara. Perdida aquella obra, hubo que esperar al siglo XVI para que el cremonés Giovanni ( Juanelo ) Turriano (ca. 1500-1585) lograse elevar caudales del Tajo en el mismo paraje. En 1569, reinando Felipe II, acabó un artilugio hidráulico, alojado en unos edificios graduados desde la orilla del río, que vertía en el Alcázar 400 cargas de agua al día (más de 12.000 litros), sin que la séptima parte llegase a la población según se había convenido. Esto motivó los impagos de la ciudad y continuas quejas del artífice ante el rey. Juanelo trazaría, en 1581, una segunda noria que tampoco le fue compensada debidamente. Tras su muerte, las averías y la incuria llevaron al definitivo abandono del mítico ingenio, en 1617.
Después siguieron más ideas, como las de Pedro Porras (1679), Ricardo Jones (1722), Jose Griego (1756), Pedro Curton (1757), otras «vanas tentativas« que citó Ponz en 1787, más las publicadas por Gabriel Mora en 1984. En 1852 se vio el proyecto de Nicolás Grouselle y, en 1861, el de Luis de la Escosura que, en 1863, apagó la sed de los toledanos con el agua llevada desde La Pozuela al depósito creado en la plaza de San Román. Para los «servicios públicos y privados» proponía elevar caudales del Tajo, donde estuvo el Artificio, con una máquina de vapor. Tras un concurso de ideas, aquel plan lo obraría el ingeniero José López Vargas una vez aprobado por el gobernador y el Ayuntamiento en 1868. Lo primero fue volar los restos del Artificio, medida reprobada por las reales academias de Bellas Artes de San Fernando y de la Historia. Allí se alzaría la Casa Elevadora para impulsar el agua del río al depósito instalado, cien metros más arriba, en la explanada norte del Alcázar, y que luego seguiría hasta el de San Román.
Por otra parte, en esa época, la presa del Artificio pertenecía a dos pudientes personajes: Francisco Esteban Herrera y Lino Pérez Bargueño. El primero poseía tres cuartas partes del azud, las aceñas de San Servando en la orilla izquierda y también, en la derecha, los molinos del Artificio. Estos, en 1751, pertenecían a la Corona, después a la Casa de Caridad, luego a la Beneficencia y, hacia 1840, se subastaron, pasando por sucesivos titulares hasta llegar a quienes ahora hacían valer sus derechos.
En 1869, López Vargas adecuó la toma de aguas del ingenio de Juanelo hacia un aljibe bajo la Casa Elevadora y desde allí poder ser impulsada. Las obras redujeron el aforo circulante por la presa y los molinos del Artificio, daños que expusieron al Ayuntamiento los citados Esteban y Pérez. En octubre del mismo año, para no parar el proyecto, la Corporación pagó 4.000 escudos a los propietarios por sus derechos en el Canal Chico, cuyas aguas «sirven de motor a la elevadora». Resuelto el escollo, la casa Guillermo Sanford instaló una máquina a vapor en la Elevadora y se hizo un conducto ascendente hacia el Alcázar por la muralla cercana al postigo de Doce Cantos. Por fin, la inauguración del servicio aconteció el 16 de enero de 1870. Sin embargo, pronto se vio que era preciso una asidua limpieza de la toma del río y de las bombas, más el mantenimiento de la turbina, tareas que, junto a las crecidas o los estiajes, impedían el suministro durante ciertos períodos de tiempo. En 1893, el vapor fue sustituido por la electricidad originada por un generador que instaló la zaragozana casa Averly en un edificio adosado a la Elevadora. El Ayuntamiento concedió a La Electricista toledana la explotación de la energía allí obtenida para destinarla al alumbrado de la población.
No obstante, el voluble caudal del río y la broza allegada a la turbina reducían el resultado previsto en el depósito de San Román: de los veinticinco litros por segundo, solamente llegaban siete. La ciudad requería más agua. La de Pozuela era buena pero escasa, por lo tanto, era preciso mejorar la extracción del Tajo. En 1914, se dispuso un depósito en el paseo del Carmen -alimentado por una nueva conducción desde la Elevadora- para regar el paseo de Merchán y proveer los caños de la Antequeruela, dándose la paradoja que, cuando no se consumía toda el agua acopiada era devuelta al río. Entre 1916 y 1917, se procedió a arreglar la toma en el río, cambiar la turbina, crear más balsas de decantación, añadir más bombas y conectar el depósito del Carmen con el de San Román. Antes de 1930, desde la Elevadora, se trazó otra cañería hasta una cegada ventana del antiguo convento carmelita, incendiado en 1812. Los conductos ascendentes, creados en el primer tercio del XX y cubiertos por una «caja» de ladrillos, resultan aún visibles, pareciendo ser dos contrafuertes de los históricos muros.
En el siglo XVI, se asumía que el Tajo podía calmar la sed de los toledanos, persistiendo tal uso cuando se ejecutó el plan de López Vargas en 1868. Años después, ciertas medidas para garantizar la potabilidad de las aguas públicas y las mejoras en los colectores en Toledo iban a confluir en opiniones críticas asociadas al abastecimiento fijado en la presa del Artificio. En 1915, el informe de una comisión municipal al Pleno señalaba que la «toma de agua» para la Elevadora, era inaceptable, estaba a «20 mts. o 30 mts. agua abajo del desagüe de la alcantarilla de las Covachuelas» y aunque se cambiase a otro punto, daría igual, pues «la mayoría de los habitantes de la ciudad no beben otra agua que la del Tajo».
Aquella disfunción higiénica fue denunciada en «un mitin sanitario», en enero de 1919, en el Teatro Rojas, a cargo de los médicos Cortezo, Francos Rodríguez, Recasen y Juarros. Este último indicaba que resultaba curioso haber hecho allí la alcantarilla cuando ya existía la Elevadora, añadiendo que en la orilla opuesta se estaba habilitando otra atarjea más. Con ironía, el mismo doctor decía a los toledanos: «Si habéis hecho un pacto con los bacilos infecciosos, bien está; pero, de cualquier modo, sabed que bebéis una deglución de líquidos fecales, y que, estableciendo una especie de sifón, luego de evacuarlos os lo volvéis a beber». Tal escatológica realidad se mantuvo hasta que, en 1948, llegó a los nuevos depósitos del Cerro de los Palos el agua procedente de los arroyos Torcón y Villapalos, nacidos en los Montes de Toledo, hecho que jubilaría definitivamente a la llamada Turbina de Vargas o Elevadora de López Vargas .
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