Los taxistas del invierno
Los chicos de la capucha tienen problemas mucho más graves que la independencia
En verano fueron los taxistas y ayer fueron los independentistas. Cualquier gran ciudad tiene problemas de orden público y cualquier Estado tiene a su policía para usar la fuerza contra la violencia. Intentaron tomarnos de rehenes pero su impotencia quedó al descubierto. Lío por la mañana, a mediodía normalidad.
Bastaba bajar a Vía Layetana para ver que los chicos de la capucha tienen problemas mucho más graves que la independencia. Más rabia ciega que causa justa. El Consejo de Ministros se pudo reunir y volver a Madrid sin perder la sonrisa.
Tendremos más mañanas como las de ayer. Puede que algunas resulten un poco más violentas, pero el independentismo perdió su guerra cuando declaró su independencia y la mitad del Govern se fugó y la otra mitad se entregó a la Justicia, negando su propia declaración en lugar de defenderla. Y desde entonces se ha quedado sin saber qué hacer y sin saber por qué lucha , y ayer fue francamente ridículo verles languidecer entre la violencia gratuita y la cursilería de unas proclamas contra España que en cualquier caso tendrían que dirigir contra sus líderes, que son quienes les han vendido. Tanto por la mañana como por la tarde, el principal sentimiento en las calles de Barcelona fue el de la frustración, el de la falta de rumbo y liderazgo, muy lejos de aquella alegría del 1 de octubre y de las Diadas que le precedieron, cuando los manifestantes tomaban las calles y las urnas seguros de que la independencia sería inminente.
El independentismo perdió ayer la sonrisa y en lugar de ser una esperanza para dos millones de catalanes fue una molestia para todos. Como siempre que los independentistas pueden hacer algo realmente desbordante -de haber sido cien mil manifestantes habrían podido «secuestrar» al Gobierno en la Lonja- eligieron no hacerlo, tal como Torra agita el espantajo de los «presos políticos» pero les mantiene encerrados en Lledoners, en lugar de ser consecuente y abrirles las puertas de la cárcel.
Los independentistas reducidos a taxistas del invierno son la derrota de un movimiento que se engañó a sí mismo diciéndose que era mayoritario cuando nunca lo ha secundado ni el 50 por ciento de los catalanes, y que nunca ha entendido qué es un Estado, y especialmente un Estado como España . Ayer lejos de las zonas concretísimas de los altercados, la normalidad fue absoluta en mi ciudad: mañana fría y soleada, en Via Veneto estábamos todos los que teníamos que estar, y las tiendas y los centros comerciales lucían pletóricos como corresponde en Navidad. No era un ambiente precisamente revolucionario, en esta Cataluña mía de tanto insurgente de buena familia.
Puede que expresamente los agitadores no tuvieran la intención de sembrar el caos, pero no puede discutirse que el estado de ánimo de sus masas no es el que era hace un año , que la desconfianza en sus líderes políticos es total -acusan a los presos de buscar sólo una salida personal y a Torra le dan por amortizado-, y que por fin han entendido que es falsa la propaganda de que España no se atreverá a defenderse usando toda la fuerza que sea necesaria.
Querían hacernos mucho más daño del que finalmente pudieron, y por primera vez les pesó la conciencia de que según qué actos tendrían sus severísimas consecuencias personales. Tanto los encapuchados como los manifestantes que iban con la cara descubierta parecían tener claro dónde estaban las líneas rojas que de ninguna manera podían cruzar. La victoria del Estado en Cataluña no ha sido épica ni brillante, pero no por ello ha resultado ser menos contundente. Ayer pudo entenderse un poco mejor que hace un año, cuando materialmente se produjo. Es una victoria lenta y de efectos retardados pero que ha dejado al independentismo sin estrategia ni posibilidades.
Que Pedro Sánchez juegue peligrosamente a hacerse el bilateral -una bilateralidad, por cierto, de pacotilla, como la mayor parte de promesas socialistas- no significa que el jueves Torra, en su absurda escenificación palaciega, con aquellas tontas florecitas amarillas, no quedara ante los suyos como «un imbécil autonomista»: es lo que de él dijo, quejoso de tanta tibieza, David Madí, gurú fundamental del independentismo moderno, pletórico de trufa blanca, saliendo de Via Veneto.
Noticias relacionadas