De la política del pacto al debate de trincheras

El modelo parlamentario español ha funcionado con éxito durante 40 años. Pero por el camino se ha perdido el espíritu de concordia que lo alumbró en la Transición

En la imagen, Santiago Carrillo conversa con Manuel fraga Iribarne y Ramón Tamames, en 1977. ABC
Ana I. Sánchez

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Parece que hubiera pasado un siglo desde aquel 27 de octubre de 1977 en el que Manuel Fraga y Santiago Carrillo demostraban al país entero que las dos Españas podían volver a vivir como una. Que la reconciliación no era una quimera. El secretario general del Partido Comunista había sido invitado a pronunciar una conferencia en el foro político más prestigioso del momento, el Club Siglo XXI y pidió al fundador de Alianza Popular que ejerciera de presentador. Fraga, que tan solo ocho meses antes había dicho que «nunca» hablaría con comunistas, aceptaba el encargo a sabiendas de que se dejaría varios jirones dentro de su partido. No escondió que el encargo era «difícil» pero dijo también que era «honroso». Carrillo no pretendía más. «Me basta la actitud del señor Fraga, afrontando, seguramente, críticas por presentarme aquí esta noche», encomió. Dos enemigos acérrimos daban ejemplo de cómo las heridas del pasado podían coserse compartiendo el hilo de la paz y la democracia. Solo hacía falta voluntad. Aquella noche las críticas internas arreciaron hacia ambos, aunque en mucha mayor medida hacia Fraga.

Pero el camino de la reconciliación ya estaba abierto y al alcance de los españoles. Éste fue uno de los grandes gestos que alumbró la Transición y fue este mismo espíritu de búsqueda de lo común desde la diferencia el que permitió un años después que Gabriel Cisneros, José Pedro Pérez Llorca y Miguel Herrero, Miquel Roca, Manuel Fraga, Gregorio Peces-Barba y Jordi Solé Tura, los siete padres de la Constitución , posaran juntos y sonrientes entre centenares de papeles para presentar el nacimiento de la Carta Magna.

Control sin inestabilidad

El sueño que con tanto esfuerzo y cesiones persiguieron los líderes políticos de la Transición y los padres de la Constitución es hoy una realidad. Después de 40 años impera en España la Constitución como garantía de los derechos y libertades de todos los ciudadanos, habiendo sustituido la historia española de enfrentamiento de los siglos XIX y XX por otra no sólo de paz, sino también de estabilidad política. El Congreso ha ejercido un papel férrero de control y límite del poder del Gobierno sin fomentar la temida inestabilidad política, de manera que han hecho falta 40 años y un panorama político multipartidista para que triunfara la primera moción de censura de la democracia. Y, cuando lo hizo, su carácter constructivo permitió que la alternancia en el poder se produjera sin provocar vacíos en el legislativo.

El pacto visto como riesgo

Pero en estos cuarenta años la política española ha cambiado tanto que hoy un gesto como el de Fraga y Carrillo se antoja casi utópico. Desde entonces hasta hoy el pacto se ha ido convirtiendo en la excepcionalidad. Varias veces ha sido necesario que el país estuviera al borde del abismo -crisis de 2011 o referéndum ilegal en Cataluña -, para que PP y PSOE dejaran a un lado sus diferencias y encontraran un punto de unión. En un escenario político multipartidista, de mayor competencia por el voto y menores mayorías, los partidos priman la fidelización de sus propias filas y el acuerdo es visto demasiado a menudo como un riesgo de traicionarlas. La política de trincheras ha desplazado así a la confrontación argumentada y el eslogan se ha convertido en el atajo fácil para mantener movilizados a los militantes. El enfrentamiento ha llegado incluso de teatralizarse para convertirse en el eje de algunas intervenciones en el hemiciclo. Sonados han sido los espectáculos ofrecidos por el portavoz adjunto de ERC, Gabriel Rufián.

La pérdida de esa capacidad para el acuerdo es motivo de inquietud en las grandes instituciones del Estado. El Rey Felipe VI dio un tirón de orejas a los políticos en su discurso de Nochebuena de 2016. «Es esencial, de cara al futuro, que el diálogo y el entendimiento entre los grupos políticos permita preservar e impulsar los consensos básicos para el mejor funcionamiento de nuestra sociedad», dijo ante todo el país. Medio año antes, la presidenta del Congreso, Ana Pastor , advertía en su toma de posesión que «el debate político y la confrontación de argumentos están en la naturaleza del Parlamento, pero no deben ser el fin, señorías, sino el medio, el medio para construir el país que los españoles desean y necesitan».

Cataluña como paradigma

El cenit de esa renuncia al diálogo se ha producido a manos del soberanismo catalán. Sustituyendo la palabra por la amenaza, un Gobierno autonómico atentaba contra la Constitución, la unidad territorial y la convivencia, convirtiendo en enemigos a los que durante la Transición habían vuelto a ser hermanos. La Constitución funcionó y frenó el golpe contra la democracia.

Pero no evitó que las palabras de uno de los padres catalanes de la Constitución, Miquel Roca, suenen hoy aún más lejanas que la fotografía de Fraga y Carrillo. «Yo diría que, finalmente, los catalanes hemos roto el dramático cerco de la singularidad», sostuvo Roca tras la culminación de la Carta Magna. «Desde mi perspectiva nacionalista no puedo dejar de constatar, no sin emoción, que hoy coincidimos todos en la voluntad de poner fin a un estado centralista; coincidimos todos en alcanzar, por la vía de la autonomía, un nuevo sentido de la unidad de España; y coincidimos casi todos en dar el reconocimiento de la realidad plurinacional de la nación en el sentido de un punto final a viejas querrellas internas».

Desprestigio

Curiosamente, al tiempo que los políticos iban abandonando la voluntad de acuerdo en pos de fidelizar más a sus propios votantes, el conjunto de la sociedad les ha retirado buena parte de su respeto . El prestigio de la clase política se ha ido deteriorando también ante el crecimiento de comportamientos sin ejemplaridad -casos de corrupción- y al demostrar incapacidad para reconocer y resolver los problemas cotidianos de los ciudadanos. Incluso llegando a demostrar insensibilidad hacia ellos. Durante la Transición, la población percibía que los políticos luchaban y trabajaban por lo mismo que le importaba a la sociedad. Esa percepción se ha perdido hoy en buena parte.

«Antes, cuando venía un diputado, el ujier que estaba en la puerta se levantaba –ahora no lo hacen–»

No hace falta rememorar las movilizaciones de «Rodea al Congreso» convocadas por la izquierda radical en protesta por la labor de sus señorías para poner sobre la mesa el descrédito de la clase política entre un segmento de la población. La pérdida de prestigio de los diputados se palpa incluso dentro del Congreso donde los trabajadores tratan hoy con mucha menor reverencia a los parlamentarios. «Antes, cuando venía un diputado, el ujier que estaba en la puerta se levantaba -ahora no lo hacen-», señalaba hace un año a ABC Juan Luis Herraiz, perteneciente al cuerpo de mantenimiento de la Cámara Baja desde los albores de la democracia. «Hoy echan las manos por encima del hombro a sus señorías y cogen unas confianzas...», lamenta.

Devaluación del debate

Los líderes políticos viven hoy pegados a las encuestas electorales y la vida política se desarrolla demasiado a menudo como un plató televisivo en el que es difícil escuchar argumentos con reposo y profundidad. En el Congreso no ha ayudado la primacía que el Reglamento otorga a los grupos sobre los diputados. En términos de eficacia tiene numerosas ventajas a nivel de organización, pero ha acabado encadenando a sus señorías a la obediencia a la dirección, como recoge Ignacio Astarloa en el libro «El Parlamento moderno. Importancia, descrédito y cambio».

Las habilidades que permiten a un diputado renovar su condición en siguientes legislaturas no son su capacidad para la oratoria, sus conocimientos de Derecho, su acierto político o su capacidad para entenderse con el rival, sino la lealtad a la dirección del partido. Y ello deteriora el propio debate parlamentario. Sin la recuperación de una confrontación argumentada y reposada, alejada de las trincheras de los tweets y los eslogan será muy difícil que la clase política renueve los consensos originarios que permitieron alumbrar la Constitución. En su mano está recuperar el espíritu de la Transición para que aquella imagen de Carrillo y Fraga deje de parecernos tan lejana.

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