«Quieren que me estrelle»
Alonso nunca iba a ser la cortapisa que impidiese arrancar el proceso de absorción de Ciudadanos por el PP. Hace tiempo que era prescindible
El «affaire Alfonso Alonso» ha vuelto a exhibir esa atávica costumbre política de clasificar a unos y a otros con el trazo grueso de la superficialidad. El ya caído Alfonso Alonso ha sido unánimemente retratado como el «último sorayista vivo» en el trastero del PP, y el renacido Carlos Iturgaiz, como un clon del Aznar más radical. ¿Resultado? Pablo Casado vuelve a arriesgar recuperando a un icono del PP vasco más «duro» a imagen y semejanza de Jaime Mayor o María San Gil. Puede ser una lectura. Pero es incompleta, y maniqueamente ideologizada a conveniencia del nacionalismo y la izquierda en la precampaña vasca.
Hay otras lecturas posibles. Pocos han caído en la cuenta de que Alonso, Iturgaiz o el mismo Santiago Abascal convivieron estrechamente unidos durante años en aquel PP sometido a un drama diario, a la persecución y al odio del nacionalismo y del terrorismo etarra. Y que las diferencias ideológicas que pudieran separarles nunca fueron un problema irresoluble. Después, el tiempo, las circunstancias personales y una pésima gestión del constitucionalismo tras la derrota del separatismo vasco encarnado por Juan José Ibarretxe, o la desaparición de las bombas de ETA, les abocó a derivas diferentes. Abascal fundó un nuevo partido, Iturgaiz saltó al Parlamento Europeo, y Alonso alcanzó el Gobierno de la mano de Mariano Rajoy.
Desde entonces, la orfandad del PP vasco ha sido sistémica, y durante la última etapa de Gobierno de Rajoy, Alonso ya abandonó su Ministerio para regresar a Vitoria de modo forzado, obligado por la disciplina de partido -en esa ocasión sí se sometió-, y no precisamente de buena gana. Iturgaiz no le queda a la zaga. Se le dibuja como un «aznarista» recuperado por Casado precisamente por serlo. Sin embargo, fue la actual dirección del PP quien le excluyó en mayo del Parlamento Europeo y quien le ofreció un puesto en las listas al Congreso con nulo pronóstico de éxito. Es absurdo olvidar que quienes ahora le premian, antes le habían castigado, y que Iturgaiz no estaba precisamente satisfecho con su partido.
Las diatribas personales, que las hay, de Alonso con Pablo Casado, Teodoro García Egea y otros miembros de la dirección del PP, son elocuentes. Objetivamente, la situación de Alonso era irreversible desde antiguo. Estaba abocado a salir. «No me echan ahora por ahorrarse el trago», decía en privado meses atrás. «Quieren que me estrelle para que dimita en la noche electoral». Ahora, Alonso y Génova han dinamitado su relación de forma abrupta. Pero ni ha sido una sorpresa ni era sostenible, porque muchos parroquianos abandonaron al PP hace tiempo por sacerdotes del PNV.
La operación de Génova es otra. No consistía solo en sacrificar a un disidente programático, a un discordante fiel a la esencia de Rajoy, o a un incómodo exponente de rencores orgánicos sostenido artificialmente en agradecimiento a los servicios prestados. Alonso no es Alberto Núñez Feijóo y carecía de fortaleza para plantear un pulso a Casado. Y, desde luego, nunca iba a ser la cortapisa que ralentizase el proceso de absorción que la dirección del PP ha iniciado con Ciudadanos. Antes o después, Alonso iba a ser una pieza prescindible . Alguien que merecía una salida honrosa, digna, y no con puñetazos en la mesa y cajas destempladas. Pero eso ya era secundario frente al imperativo de unificar el centro-derecha. En política, la ley D´Hondt cotiza más que las lealtades o el riesgo estético de las destituciones. Dos fuerzas suman, y tres restan. Y de las tres, una de ellas -PP, Vox o Ciudadanos- deberá desaparecer. Es la lógica aplastante de la política. Es la cruel cadencia de los tiempos. Por eso Alonso era residual.