El limonero de Osuna
A pesar de que la autora hizo la promesa de no volver a hablar de su familia, tras el eco de su Tercera «Apátridas de Cataluña», cuenta para ABC en dos entregas la historia completa de María y Antonio, emigrantes andaluces en Cataluña en los años sesenta. Sus vidas son el símbolo de una España descarnadamente real que ahora los cachorros del independentismo catalán relegan al olvido

OBarcelona. Octubre 1962. La estación de Francia era un avispero de gente serpenteando entre innumerables trenes. Las tripas aún calientes de El Sevillano descansaban en una vía de llegada después de un día y medio de viaje. El incesante ir y venir de modestas maletas se cruzaba en los andenes con las ilusiones de quienes confiaban en encontrar una nueva vida en la próspera Ciudad Condal. María y Antonio las tenían mermadas . Habían ido perdiendo las ilusiones en el camino, engullidas por el agua de las riadas de las que milagrosamente se habían salvado hacía un mes y por el fallido trabajo de administrador de una finca agrícola en La Roda, Sevilla .
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Vuelta a Cataluña. Esta vez su nuevo destino era La Florida, una pedanía en el campo perteneciente al municipio de la industrial ciudad de Sabadell. Un piso bajo sin terminar y con escasos muebles. Antonio regresó a la fábrica La Bosuga, en Moncada , con la decepción de que su puesto de encargado de almacén se lo habían dado a otro, y aún tuvo que dar las gracias de que lo readmitieran como simple peón. María empezó a coser para ganar algún dinero. Entre costuras hasta el amanecer y humedades que le calaban los huesos pasó los siguientes ocho meses de embarazo. Ambos acababan los días sin querer preocupar al otro, tragándose cada uno en silencio la pena de saber que aquello no era vida.
Caminos de ida y vuelta
Nació una hija –junio de 1963– que pareció traerles el valor necesario para reconocer el fracaso. Cambiar la pobreza por un presente amargo no era lo que habían soñado para ellos, ni ahora tampoco para sus hijos. Cuando por fin hablaron se dijeron lo mismo: «Volvamos al pueblo» . Por pocas oportunidades que encontraran no podían ser menos de lo que habían conseguido en Cataluña a pesar de los denodados esfuerzos, pensaron.
Vuelta al tren. Destino: Osuna, donde durante meses no pudieron hacer más que contemplar el paso de las horas muertas sin que sucediera nada. La realidad era que allí no había trabajo ni futuro. Pero eso ya lo sabían. En ese tiempo, una hermana de María había hecho con su marido lo mismo que ellos, buscar mejor vida en Barcelona. Se establecieron en una localidad de la periferia, Hospitalet de Llobregat, donde recalaban cientos de emigrantes como ellos. María y Antonio volvieron a intentarlo por tercera vez. Se tragaron la desesperación al contemplar la cara inocente de su hija mientras se encaminaban a la casa de la hermana para instalarse en una diminuta habitación donde no cabían los tres, «sólo la cama, y teníamos que saltar por encima para poder movernos», recuerda María como si hablara de una pesadilla lejana.
Partieron de cero. Antonio empezó de nuevo a buscar trabajo. La casualidad hizo que se encontrara con un antiguo amigo de sus tiempos de Tánger, presidente de un club de fútbol, que le ofreció trabajar en el entonces Banco de Vizcaya . Aprobó un examen y lo admitieron de cobrador. Después, al desaparecer los cobradores, pasó a ser cajero. María cosía trajes de novia durante días que se alargaban como la eternidad, pero también de noche, sin apenas espacio para extender los vestidos. Hasta que por mediación del banco consiguieron la primera vivienda decente desde que abrazaron el sueño catalán. Cincuenta metros cuadrados en la barriada del Buen Pastor, en los que cabían cinco, contando a la abuela y al segundo hijo que nació nueve años después.
Poco a poco, y con gran esfuerzo, fueron mejorando económicamente. María, adaptada tan bien a la gran ciudad que hasta se modernizó en el vestir, encontró trabajo vendiendo pisos en una inmobiliaria, igual que el personaje de Mercedes Alcántara en la serie Cuéntame. Percibieron más cerca que nunca el horizonte lejano de sus ideales al poder comprar un piso por fin fuera de la periferia. Un ático en el barrio de Gracia, de diminuta terraza pero desde el que se divisaba el mar al fondo y, sobre todo, la Sagrada Familia. Muy próximo, por cierto, al lugar de los graves enfrentamientos okupas por el mal llamado «Banc expropiat».
A pesar de ser un barrio muy catalanista, en él se sintieron a gusto. La convivencia vecinal se hacía extensiva a la lingüística, de modo que castellano y catalán coexistían con naturalidad. Eso sí, ni María ni Antonio perdieron jamás su marcado acento sevillano, incluso hasta cuando chapurreaban el catalán.
La enfermedad del olvido
Un día Antonio salió de casa y no volvió. Lo encontró la policía en la Plaza de Cataluña, en el centro de la ciudad, a pocos kilómetros de su casa. No fue más que un síntoma de la desgracia que iba a sobrevenir en forma de enfermedad. El alzheimer le arrebató de sus recuerdos hasta el que más amaba: el limonero de Osuna , y lo empujó a un abismo en el que enfermar es una lucha por mantener la dignidad humana. En esa lucha María se dejó el alma pero también los huesos ya que hasta hoy arrastra varias lesiones porque le faltaban fuerzas para tirar de Antonio. Una noche, dormido, dejó de respirar. Lo hallaron sin vida en la cama. El médico dijo que no había sufrido, tal vez porque hasta de sufrir se cansa uno. Ocurrió en agosto de hace cinco años. Desde entonces, María no hace más que preguntarse si eso que dicen quienes gobiernan es verdad, que Cataluña va a independizarse del resto del territorio español. Teme sentirse apátrida en un lugar que hizo suyo al tener que abandonar aquel en el que nació. Le pesa como una losa ser obligada a dejar de ser española a los 81 años. Toma una foto de su marido, «si ellos supieran, Antonio…» y le da un beso aún con esperanza.
A la memoria de Antonio y de los miles de andaluces que hace más de medio siglo emigraron a una tierra que es de todos: Cataluña.