La independencia más triste del mundo
No había manifestaciones ni concentraciones organizadas ni mucho menos convocadas, ni cuenta bancaria prevista donde pagar el IRPF
Ayer se proclamó una independencia que ni los propios independentistas se esperaban: no había víveres en Palau, ni en el Parlament, ni plegatines por si tenían que quedarse a dormir para evitar algún tipo de eventual detención o «acción física» del Estado -que tanto seguían temiendo hasta la comparecencia de Rajoy- pese a haber proclamado solemnemente que ya no eran España.
No había manifestaciones ni concentraciones organizadas ni mucho menos convocadas, ni cuenta bancaria prevista donde pagar el IRPF, ni a las siete de la tarde estaba previsto ningún siguiente paso o estrategia que seguir una vez afirmada la separación de España. El lugar del mundo donde menos daba la sensación de que Cataluña se había independizado era precisamente Cataluña: las cancillerías e instituciones europeas reaccionaron con solemnidad y firmeza diciendo que no reconocían ningún Estado nuevo y que el único interlocutor continuaba siendo España. El Senado por su parte autorizaba al Gobierno a aplicar el artículo 155 . Y en Cataluña, en Barcelona concretamente, que por tantas masas ha sido colapsada en los últimos años, vi a mucha, muchísima menos gente para celebrar la independencia de la que tantas veces he visto tomando las calles para reclamarla.
Alegría, sí, pero de viejos amantes que se vuelven a ver pasados muchos años, y aunque todavía se gustan, no hacen lo que solían hacer porque no guarda proporción con la edad que ya tienen. Vida normal en el resto de la ciudad, con su leve euforia prepúbica de viernes previo al puente de Halloween.
La plaza de Sant Jaume estaba llena, lo que se consigue con no más de cinco mil personas y apretadas; la Vía Layetana estaba innecesariamente cortada y la gente congregada cabía perfectamente en las aceras. Calma y tranquilidad . He visto celebrar algunas Champions del Barça con bastante más intensidad. Rajoy todavía no había hablado y la sensación era de que lo que se había vivido a mediodía en el Parlament era un paso más en un camino que se espera incierto y muy largo. Caía la calurosa noche de un viernes que parecía más de mayo que de casi noviembre y a las ocho y media había más esteladas sentadas en las terrazas o regresando a sus casas de las que acudían a Sant Jaume o sus aledaños.
Ninguna emoción en el Govern por estrenar el nuevo Estado, ninguna escenificación, ninguna épica. Ningún acto solemne, ningún hacerse fuerte en ninguna sede, ninguna instrucción general ni concreta para gestionar las primeras horas de la incipiente república. Sólo miedo, expectativa y miedo por lo que decidiera el Gobierno. El Consejo de Ministros todavía continuaba. Tal como los diputados de Junts pel Sí y de la CUP pidieron la votación secreta por miedo a las consecuencias legales de un Estado del que en aquel preciso instante proclamaban que se separaban, las caras largas de los miembros del Govern durante el canto de Els Segadors al final de la sesión parlamentaria que se supone que más felicidad tendría que infundir a un independentista, daban la extraña sensación de que nadie allí se creía lo que estaba haciendo, como si alguien o algo les hubiera empujado al precipicio y no sólo no tuvieran fe en que al fondo hay agua sino que estuvieran convencidos de que la propia caída va a matarles.
La espantada del jueves del ya cesado presidente Puigdemont tuvo mucho más que ver con el sentimiento de los miembros del también ya cesado Govern que la declaración de independencia que vimos ayer en el Parlament, que probablemente fuera la declaración más triste del mundo. Por el semblante sobre todo de Puigdemont, más que un independentista, parecía que España le hubiera dejado a él. La convocatoria de elecciones del presidente Rajoy fue hábil , inteligente, se ahorró pisar jardines que se sabe cómo entras pero no cuándo sales, ni con cuántos arañazos, y la tan reclamada democracia comparecerá en Cataluña debidamente convocada, sin chantajes ni falta de garantías ni ilegalidades, para que los catalanes puedan expresarse libremente sobre si quieren seguir cuatro años más dando vueltas y más vueltas en este sinvivir procesista, agotador y angustiante.
Las sonrisas independentistas se volvieron todavía más tenues cuando se conoció la noticia de la inmediata convocatoria electoral y se esfumó la esperanza secesionista de que una intervención prolongada de la autonomía pusiera al Gobierno en la situación de cometer alguna torpeza que perjudicara su imagen. Puigdemont perdió ayer la oportunidad de salvaguardar las instituciones catalanas, el prestigio de Cataluña en Europa y de convocar las próximas elecciones igualmente autonómicas como president e igualmente sufrió el desgaste ante Esquerra y la CUP de haber demostrado que estaba dispuesto a rendirse a cambio de una salida personal (que exigió mucho más que la libertad de los Jordis o la suspensión del artículo 155).
Lo que más indiscutiblemente empezó ayer fue la batalla electoral de cara al próximo 21 de diciembre. Puigdemont con su rendición en falso dejó al descubierto las vergüenzas del PDECat y Esquerra no quiere ni oír hablar de la reedición de una candidatura unitaria. La CUP desconfía también de los viejos convergentes y un independentismo deprimido por el cuento de nunca acabar, y por la sensación de que ni medio declarar la independencia les ha servido de absolutamente nada, tiene francamente difícil lograr por primera vez en su vida la mayoría democrática de la que tanto carece y tanto presume.
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