Primer Plano

Cuarenta años no es nada (o es mucho)

Desde la muerte de Franco hasta nuestros días la sociedad española ha experimentado una profunda transformación económica, social y política, sin duda la mayor que se recuerda en un periodo histórico de similar duración. En estos cuarenta años, la sociedad se ha adelantado a los políticos, como suele suceder, y se ha modernizado con la vista puesta en los modelos europeos más avanzados. El desarrollo de los transportes, que ha contribuido a acercar la España rural y la urbana, la divulgación de ideas nuevas a través de la televisión y otros canales de comunicación, o la liberación de la mujer, han sido otros grandes hitos. No ha sido una transformación del todo armoniosa: ha habido frenazos y acelerones, euforia y crisis, pero el balance global es más que positivo

El Nudo de Manoteras, en la madrileña M30, en una imagen de 1975

JUAN ESLAVA GALÁN

Cuando aconteció el «hecho biológico inevitable» (aquel eufemismo con el que se aludía a la muerte de Franco), las dos Españas machadianas se dividieron entre la euforia y la pena, pero coincidieron en un sentimiento: la incertidumbre ante el futuro. ¿Qué va a pasar ahora?

Afortunadamente los últimos años del franquismo habían generado una potente y timorata clase media que alejaba a la sociedad española de cualquier extremismo. Un consenso nacional, nacido del sentido común, demandaba nuestro pacífico ingreso en el club de las democracias occidentales. Eso implicaba reconocimiento de la soberanía popular, inviolabilidad de los derechos individuales y representación de los ciudadanos en un parlamento democrático bicameral, elegido por sufragio universal, directo y secreto. España necesitaba el amparo legal de una nueva Constitución.

Conscientes de esa demanda popular, los políticos reajustaron sus ideologías para acercarse al centro sociológico: los franquistas se convirtieron en liberales de toda la vida, los monárquicos juanistas amanecieron juancarlistas; los estalinistas mutaron en eurocomunistas; los mantenedores del Movimiento se refundaron como socialdemócratas y los anarquistas desampararon las viejas banderas libertarias para acogerse a las izquierdas moderadas.

De pronto el apolítico ciudadano español se interesaba por la política, lo que, sumado a su inexperiencia democrática, provocó un preocupante sarpullido de partidos políticos que aconsejó la adopción de la ley electoral de D´Hondt, el sistema que favorece la creación de mayorías y gobiernos estables. Lo malo fue que, con ese factor de estabilidad que parecía garante de un futuro sin sobresaltos, se matuteó el virus que a la larga amenazaría con destruir al Estado: los partidos minoritarios (o sea los separatistas, catalán y vasco) podrían chantajear al partido de ámbito nacional que necesitara sus votos para formar Gobierno.

Casi peor que ese vicio de origen fue el otro, también provocado por la existencia de reivindicaciones particulares: si la dictadura franquista había sido una anomalía en la historia de España, cerrado su paréntesis parecía razonable devolver a vascos y catalanes los estatutos de los que disfrutaron con la Segunda República. Las otras regiones protestaron ante esa posibilidad: ¿No somos democracia? Pues todos iguales. Y políticos inexpertos suscribieron el «café para todos» que fragmentó el territorio nacional en diecisiete autonomías, los terceros reinos de taifas de nuestra historia.

El lastre autonómico

De la noche a la mañana surgieron diecisiete «estados», algunos de ellos sin siquiera haberlo solicitado, con sus banderas, sus rasgos diferenciales, sus parlamentos, sus gobiernos, sus presidentes, sus consejeros, sus policías, sus cuerpos de bomberos… diecisiete burocracias parasitarias que, añadidas a la del Estado central, resultarían a la larga un pesadísimo lastre sobre la espalda del sufrido contribuyente.

Tarradellas, hombre de experiencia y oficio, percibió que sus colegas habían creado un monstruo ingobernable y profetizó: «El sistema autonómico se ha desmadrado (…) esto es Jauja, eso no puede funcionar bien».

La parte positiva del advenimiento de la democracia fue que España se reintegró en Europa de la que por circunstancias históricas llevaba dos siglos divorciada. Incluso pasó la prueba de fuego de un gobierno socialista estable que le concedería el marchamo de normalidad necesario para que los socios europeos le abrieran las puertas.

España ingresó en la OTAN, lo que contribuyó a la modernización del Ejército, y en la Comunidad Europea, lo que le brindó (especialmente a sus regiones más deprimidas) el maná de unos Fondos Estructurales comparables a aquel río de oro y plata americano que en tiempos imperiales llovió sobre España. Lo malo fue que la inexperta democracia no generó a tiempo anticuerpos que la libraran de la corrupción, una septicemia que nos abocará pronto a la más descarada cleptocracia si no somos capaces de ponerle remedio.

En este tiempo la sociedad española ha experimentado una profunda transformación económica, social y política, sin duda la mayor que se recuerda en periodo histórico alguno de duración similar . No ha sido armoniosa como hubiera sido deseable, sino un poco disonante, con frenazos y acelerones, con periodos de euforia, cuando los fondos comunitarios estimulaban nuestro desarrollo, y periodos de depresión, que nos han puesto al borde del rescate en plena crisis monetaria internacional.

Lo curioso ha sido que cuando nos hemos dotado de autopistas y modernos ferrocarriles que nos liberan de la incomunicación regional que históricamente nos imponía el atormentado relieve de la península, ahora nos esforzamos en levantar las barreras ideológicas de las autonomías y nos empeñamos en buscar hechos diferenciales que nos distingan y separen del vecino.

En estos cuarenta años la sociedad se ha adelantado a los políticos, como suele suceder. Tres factores heredados de los años sesenta han contribuido a modernizarla: el contacto con otras sociedades europeas más avanzadas (posibilitado por la recepción de millones de turistas y la exportación de millones de obreros) y la divulgación de ideas nuevas que aportaba la televisión, especialmente a esa España agrícola tradicionalmente aislada de la urbana.

A la modernización también ha contribuido decisivamente la liberación de la mujer, que, a su vez, se ha visto favorecida por dos factores: la aparición de la píldora (que la liberó sexualmente) y su incorporación al mundo del trabajo (que la liberó económicamente).

Observadores extranjeros coinciden en asombrarse de la rapidez con que los españoles nos hemos desembarazado de los viejos prejuicios que encadenaban a la sociedad tradicional : del culto a la virginidad pasamos casi sin transición al amor libre; del matrimonio sacramentado y vitalicio, al divorcio, al matrimonio civil y a la simple convivencia, aceptada ya como lo más natural incluso en las familias más tradicionales. Sumemos a esto que la homosexualidad, antes ilegal y socialmente perseguida, se tolera y hasta se aplaude, incluso más que en el resto de Europa. Lo mismo puede decirse del aborto de adolescentes sin permiso paterno y del matrimonio gay.

Todo ese cataclismo ideológico no podía ocurrir sin que se resintieran los lazos interfamiliares . En este tiempo se han sucedido tres generaciones: la primera, aquella del franquismo que emigraba del campo a la ciudad y que fue capaz de aplazar su bienestar para trasladarlo a sus hijos («Yo me sacrifico para darles estudios, para que no tengan que sufrir lo que he sufrido yo, para que sean alguien en la vida»).

La segunda generación fue la de los hijos contestatarios, los de barba indócil, trenka y falda hippy de mercadillo que se emancipaban prematuramente de una familia autoritaria para instalar nido aparte con cuatro cojines en el suelo y el póster del Che Guevara en la pared (todavía no se conocía que el apóstol revolucionario ejecutó a prisioneros para ver qué se siente al matar a un hombre).

La tercera generación es la de los hijos que nacen acunados por el Estado del bienestar, independizados, consumistas y hedonistas, la generación de los ni-ni que en sus casos más extremos produce jóvenes eternos que pretenden vivir de los padres hasta que puedan vivir de los hijos . La constatación de esta casta social no nos debe ocultar la existencia de otra de jóvenes sobradamente preparados, incluso con doctorados y másters, que sirven cervezas en los chiringuitos playeros o desempeñan empleos basura mientras ciudadanos que no alcanzaron el graduado escolar gobiernan la nación desde el Congreso de los Diputados o simplemente ponen el cazo en el Senado o en algunas diputaciones.

En la cercanía de la entrañable Navidad es conveniente señalar que aquella España sociológicamente católica que aún coleaba hace cuarenta años se ha convertido a la nueva religión que nos ocupa en estos días: el consumismo. Los fieles han desertado de los templos para abarrotar, con fervor neocatecúmeno, hipermercados, centros comerciales y mercadillos al aire libre. Los jefes de ventas, sacerdotes de la nueva religión que tiene por profetas a economistas a sueldo de multinacionales, nos ofrecen la felicidad en cómodos plazos.

Yo también les deseo una Feliz Navidad.

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