Paseando lo salvaje
Crónica de una salida al campo y de un encuentro aleccionador con un jabalí

Apenas ha amanecido, aún brilla esa luz que mezcla la magia de la noche y el estreno del día. Huele a café recién hecho, a grasa de cuero en las botas, a higueras esperando al sol, a verano. A mediodía superaremos los 40 grados, pero ahora sopla una brisa agradable que invita a pasear. Los perros esperan en la puerta, contentos y a la vez nerviosos, presintiendo la aventura que empieza, aún sin saber qué esperar. Toda novedad les resulta entretenida en una vida sin más sobresaltos que ladrar a las cada vez más escasas urracas.
Ellos fueron quienes dieron el aviso paseando entre los robles; a Balú se le erizó todo el pelo del lomo y se quedó plantado, como si le hubiera caído un rayo. Este mastín bonachón de más de 70 kilos se pasea por la finca sabiendo su superioridad física. Habría sido el rey de un rebaño de ovejas, pero hace tiempo que la ganadería no es rentable en esta zona vacía, y él se conforma con pasear marcando el territorio. Rumba, en cambio, es puro nervio, mastina también, atigrada y corpulenta, pero con costumbres de otras razas, porque le encanta bañarse en el embalse y trepa paredes de piedra con la agilidad de una podenca. Ambos me miran con ojos de impaciencia: ¿nos vamos? Ya están los ruiseñores de charla, incansables y afinados, aunque las oropéndolas son más madrugadoras y hace rato que los cárabos se acostaron en los entrantes de los muros de piedra de la casa. La vida y sus ritmos.
No sabemos qué vamos a encontrar, aunque las pruebas lo hacen evidente: cerezos con ramas tronchadas, acostaderos en la umbría, algunos troncos raspados en los que han quedado pelos…
También estoy un poco nerviosa, para qué negarlo, porque a ver de qué tamaño es el bicho y qué intenciones tiene, aunque no espero que se sienta acosado. Si lo pienso bien, yo también habría elegido este lugar para quedarme a vivir; no se me ocurre mejor paisaje, más bosque o sombras mayores en las que cobijarme. Imagino que el hecho de que no cacemos le da un añadido de tranquilidad.
He elegido un buen puesto de avistamiento. Hay una gran roca cerca del embalse que domina todo el paisaje y el camino que va al que parece el rascadero, así que emprendemos camino. «Vamos por el robledal, chicos, que está fresquito», y ellos saben perfectamente lo que les digo. Siempre he pensado que, cuanto más hablas a tus animales, más fácil es que sepan qué quieres, y estos dos son muy listos.
Y ahí vamos, un buen paseo bajo una cúpula de enormes nogales, alisos y robles. Los rayos de sol cuelgan entre las ramas y el ruido al pisar las hojas secas nos acompaña. No sé cuándo se han quedado los mastines atrás ni en qué momento he estado más ocupada del paisaje que pendiente de la vereda, pero de pronto ahí está, frente a mí, a unos 50 metros, parado como un ladrón al que han sorprendido en plena faena. Sin duda es un macho adulto, un bicho magnífico, por el tamaño de su cuerpo y unos colmillos que no son precisamente incipientes. Es bonito, salvaje, libre.
A saber quién de los dos está más asombrado por el encuentro, pero soy incapaz de dar un paso, ni hacia adelante ni hacia atrás. Le miro, me mira, me está oliendo desde esa distancia, a mí también me llega su olor ácido y fuerte, y rápidamente noto que se ha dado cuenta de que unos metros detrás viene la compañía. En estos escasos segundos me ha dado tiempo a pensar que a quién se le ocurre salir a buscar a un jabalí como el que va a avistar grullas, como Heidi paseando por el campo. Supongo que el hecho de que no abunden en la zona, sumado a mi curiosidad, ha provocado mi imprudencia.
El bicho se da la vuelta, como quien te perdona la vida en el último momento, y se va, subiendo por la ladera de la sierra, perdiéndose entre el bosque, los helechos, las sombras. Los mastines tratan de seguirlo, pero en un momento de cordura silbo para que se vuelvan, no hay que arriesgar. ¿Cómo es posible que apenas un minuto pueda alargarse tanto que parezca una hora?
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La vida salvaje es más que planear, que imaginar o suponer. Te sorprende, te descoloca y te hace plantearte lo pequeños y frágiles que somos. Una especie más en un mundo que tratamos de dominar, pero que en un segundo nos pone en nuestro sitio. Aun así, no quiero dejar de maravillarme por todo lo que me queda por aprender y todo lo que me queda por descubrir. Disfruten de su curiosidad.