«Nerón» incendia Mérida por la senda del péplum

El festival de teatro clásico presenta una obra sobre el peculiar emperador protagonizada por Raúl Arévalo

Raúl Arévalo, en una escena de «Nerón» Jero Morales

Juan Ignacio García Garzón

No tiene buena prensa histórica Nerón (37-68), al que Suetonio puso en las «Vidas de los doce césares» a caer de un burro aunque Tácito fue menos subjetivo en sus «Anales» a la hora de juzgar al último emperador de la dinastía Julio-Claudia. El «Nerón» que Eduardo Galán presentó el pasado miércoles en el 64º Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida está más de parte de Suetonio, tan ameno por su meticulosidad en atender los detalles sórdidos y escandalosos de sus biografiados.

En esa onda, el texto, en el que ha colaborado Sandra García , se instala en la senda del péplum por su confesa filiación con la novela del polaco Henryk Sienkiewicz «Quo Vadis?» y, desde luego, con la versión cinematográfica de la misma que firmó en 1959 Mervyn LeRoy , con un Nerón antológico interpretado por Peter Ustinov , y Robert Taylor y Deborah Kerr como los enamorados Marco Vinicio y Ligia. El espectáculo teatral juega con esos referentes del imaginario fílmico para desarrollar la historia del emperador literalmente endiosado mezclándola con la trama narrada por Sienkiewicz, de modo que en ella se intercalan escenas que detallan momentos de la infancia y juventud del futuro emperador y cómo su madre, la astuta Agripina, consiguió sentarlo en el trono de Roma, en el que permaneció del año 54 al 68, cuando, al parecer, fue forzado a suicidarse tras triunfar una conjura en su contra.

Al público que casi llenaba el Teatro Romano de Mérida le gustó este péplum teatral , a mi juicio un tanto deslavazado y desigual, que, amén de una reflexión sobre la responsabilidad colectiva e individual en el asentamiento de las tiranías, incluye el famoso incendio de Roma, la persecución de los cristianos, intrigas diversas, la historia de amor entre el tribuno y la joven creyente y el catálogo de extravagancias, entre ellas su destemplada afición a la poesía y a tocar la lira, asociado a la figura del emperador, que encarna con solvencia Raúl Arévalo en una interpretación bifronte: en algunas pocas escenas es un hombre que reflexiona sobre lo que más conviene al pueblo romano y su propia responsabilidad y termina acosado por sus fantasmas, y en la mayoría, en un claro esfuerzo de contraste marcado por la dirección, se ajusta al perfil del tiranuelo caprichoso y amanerado , que se comporta como una loca de revista, lo que hace mondarse de risa a los espectadores incluso en algún momento de contenido trágico.

Interpretan el resto de los personajes Itziar Miranda (estupenda Agripina), José Manuel Seda (Marco Vinicio), Diana Palazón (Popea), Francisco Vidal (Petronio), Javier Lago (Tigelino), Carlota García (Ligia) y Daniel Migueláñez (San Pablo y el esclavo Esporo). Marie-Laure Bernard ha diseñado un bonito vestuario de apresto clásico y la escenografía, bien iluminada por Nicolás Fischtel , corre a cargo de Arturo Martín Burgos , que parece rendir homenaje al artista plástico Mitoraj . El marco escénico del Teatro Romano impone y esa circunstancia se deja notar en la dirección de Alberto Castrillo-Ferrer , empeñado en extender y diversificar la acción a lo ancho y largo del espacioso escenario y sus alrededores, lo que a veces dispersa y confunde la atención.

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