El espectáculo de sí mismo
Como se ha dicho tantas veces, Rafael Álvarez «El Brujo» es nuestro histrión, nuestro juglar contemporáneo más reconocido. En él encontramos lo que en los grandes actores: una forma de interpretarse a sí mismo para interpretar a los demás. Por eso hay un Lazarillo, un Quijote, un Arcipreste de Talavera o un Paramahansa Yogananda de El Brujo, que no son otra cosa que proyecciones suyas. Los espectadores de todas las provincias de España, incluida Madrid, van a verlo a él y a lo que él les quiera contar. Tiene tanto talento histriónico y ejerce tanta atracción que el público lo tiene devotamente en su Santoral con una velita encendida flotando en aceite. Ahora viene al Bellas Artes desde la arena del Teatro de Mérida con este espectáculo sobre la tragedia.
En El Brujo los mitos, los dioses, los filósofos, los críticos teatrales, los políticos y los oráculos con cuerpo de gitana que se le presentan por la calle, nunca pierden su lado humorístico, su dimensión paródica, como si se descolgaran de un cuadro de Velázquez, de «Los Borrachos», por ejemplo. Su arma siempre es la provocación, que la arroja al patio de butacas para que los incondicionales disfruten de su ingenio, sin importarle mucho el trasvase de chistes y anécdotas de una obra a otra, que vaya y venga del tema a su anecdotario y sus ocurrencias.
Su nuevo monólogo tiene tanto de humor como de reflexión, de espiritualidad como de ese incuestionable parodia. Plantea, entre bromas y veras, que la tragedia nació de un conflicto entre fuerzas contrarias, la de la armonía, representada por Apolo, y la de la locura y el éxtasis, encarnadas por Dioniso. Diserta, amparándose en Nietzsche, en Steiner o en Sileno, sobre ese hombre en el que combaten las intemperies existenciales y la sospecha de que tal vez nunca tendría que haber nacido, sobre ese hombre que se pregunta ¿quién soy yo? y se enfrenta a sus propias fuerzas interiores. Él, que es el más espiritual de nuestros cómicos, acude a la espiritualidad hindú para significar no solo el fondo religioso del teatro sino también que esa trágica alma humana es un grano de arena donde se representa el infinito.
El escenario es sencillo, una mesa llena de papeles, una tinaja llena de luz y una iluminación que significa tanto como las palabras. Detrás una pantalla de vídeo. Y a un lado, la música de Javier Alejano, dando un matiz y un subrayado a cada palabra de El Brujo.
En «Esquilo, nacimiento y muerte de la tragedia», El Brujo es puro espectáculo, pura fabulación interpretativa; divierte, provoca, improvisa, irrita, es una inteligencia puesta al servicio del espectador, empezando porque él es el mayor espectador de sí mismo, toda una categoría teatral.
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