TEATRO
Rafael Álvarez «El Brujo»: «La única regla en el teatro es conectar con el público»
El actor cordobés presenta en el Teatro Bellas Artes de Madrid «Esquilo, nacimiento y muerte de la tragedia»
A Rafael Álvarez (Lucena, Córdoba, 1950) empezaron a llamarle «El brujo» en sus tiempos de estudiante de Derecho en Madrid. Ya entonces, entre risas y marihuana, sacaba su vocación de actor y hacía de chamán y representaba escenas, según ha contado en varias ocasiones. Algo queda de aquellas veladas sobrenaturales en su teatro, en el que hace muchos años decidió caminar sin compañía, convirtiéndose en un juglar contemporáneo, en un francotirador y contador de historias. Para la última ha vuelto la mirada hacia la Grecia clásica. Esquilo, nacimiento y muerte de la tragedia es un espectáculo que nació en el pasado Festival de Mérida y que va a estar en el teatro Bellas Artes de Madrid del 4 de marzo al 5 de abril.
¿Por qué se fijó en Esquilo?
La verdad es que no sabía nada de él, no había leído sus tragedias -Prometeo encadenado, Los persas- ni las había visto representadas, a pesar de tantos años como llevo en el teatro. Un día, Ignacio Amestoy vino al teatro, a ver El lazarillo, y me dijo al final: «Eres como Esquilo». Le pregunté que por qué me decía eso y me respondió que yo utilizaba el teatro para expresar mis inquietudes; que no me sometía al esquema, sino que el esquema se ponía al servicio de mi expresividad y de mi deseo de decir las cosas. No sabía que Esquilo, uno de los grandes trágicos griegos, hacía eso. Y empecé a interesarme en él.
¿Y qué encontró?
Si uno lee Prometeo encadenado, se encuentra un rollo impresionante, denso y pesadísimo de representar: sin acción, antiteatral, teniendo en cuenta las pautas de lo que convencionalmente entendemos por teatro: ritmo, desarrollo... Prometeo encandenado no tiene nada de eso; es una especie de poema dramático extraño. Y sin embargo, leído con interés, me resultó impresionante, lleno de sugerencias interesantes y profundas. Me quedé con frases como las de Prometeo cuando le reza a la Naturaleza: «Éter divino, raudas brisas, fuentes de los ríos, sonrisa infinita de las olas del mar, madre de todo, Tierra»... Es un rezo ecologista, diríamos hoy. Es una expresión de religiosidad que busca la sintonía con la Naturaleza, y que, en cierto sentido, es muy moderno; muy mágico y sagrado. Visto así, Esquilo te habla, pero si no lo ves a través de ese ángulo, es un rollo.
¿Cómo es el espectáculo?
Es una reflexión en clave de humor, un «show», pero hay mucha filosofía dentro. Nace de la lectura de dos libros: El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, de Nietzsche, y La muerte de la tragedia, de Steiner. Hago una pseudoconferencia, que en realidad es un «show», sobre el nacimiento y la muerte de la tragedia, y en medio voy contando mis cosas.
La tragedia, por lo que yo he aprendido, no es una visión pesimista de la existencia; lo que hace es establecer una distancia con la realidad, la ve como si no perteneciera a este mundo
¿Por qué le apetecía hablar ahora de la tragedia?
La tragedia, por lo que yo he aprendido, no es una visión pesimista de la existencia; lo que hace es establecer una distancia con la realidad, la ve como si no perteneciera a este mundo. Ve la realidad como en una situación de exilio; de ahí lo trágico. Te dice que esta no es tu casa, que el hombre vive en un lugar donde, si no le va mal, siempre puede irle mal. Y si le va mal, está sufriendo... Éste no es el hogar del ser humano. Y de esta situación de exilio nace la búsqueda espiritual, la búsqueda de la trascendencia y de un porqué.
Hablando de la búsqueda espiritual: usted practica la meditación, ¿qué le aporta?
Yo siempre he buscado los mismos temas. Aldous Huxley hablaba de «la filosofía perenne»; se podría hablar también de la «literatura perenne». Siempre están los grandes temas, las grandes preguntas. Esa «filosofía perenne» es la de los pensadores griegos, la del Barroco español, la de los existencialistas del siglo XX y la de la neurociencia del siglo XXI. En los grandes trágicos está esa misma inquietud.
¿Y qué papel juega en ella el teatro, un lugar donde hacerse preguntas y no tener respuestas...? ¿De qué le sirve a usted, para compartir esas ideas?
Los actores, cuando se motivan para interpretar a un personaje -yo ya no hago ese tipo de teatro, pero lo he hecho-, lo hacen a través de preguntas, no de respuestas. Lo que a un actor le pone «en situación», según el lenguaje «stanislavskiano», son determinadas preguntas acerca de sí mismo como personaje o en relación con la acción que le toca desarrollar, no las respuestas. Si sabes por qué Hamlet hace tal o cual cosa, el actor no se moviliza; mejor que dé una conferencia entonces. Lo que moviliza al actor es preguntarse qué mueve a Hamlet, no saberlo. La necesidad de hallar una respuesta y no tanto la respuesta hallada. A mí esas preguntas me movilizan, y yo las comparto con el público a través del humor. El humor abre una brecha cuando la gente está ya en situación de complicidad, y entonces yo me permito decir ciertas cosas de otro orden.
No echo de menos el «teatro convencional». Volver a ese teatro sería como volver atrás. Es como si le dijeran a un pintor expresionista o impresionista que pinte un bodegón realista. Lo podría hacer, pero no le motivaría tanto
Aunque en el teatro cada función es diferente, en su caso esto se acentúa... ¿El texto cambia cada día?
Hay una columna vertebral muy sólida sobre la cual yo puedo improvisar, pero solo cuando la he dominado mucho. Me da igual decir las cosas de una manera u otra, porque sé lo que tengo que decir. Si no tienes el texto bien aprendido se puede incurrir en titubeos que a veces aparentan espontaneidad y organicidad, pero resultan golpes fallidos. Es mejor tenerlo todo dominado, y entonces te puedes salir, porque siempre sabes cómo volver.
Lleva muchos años practicando un tipo de teatro muy particular, con usted como único actor. ¿No echa nunca de menos el teatro llamémosle convencional?
La verdad es que no. En absoluto. Incluso me resulta un poco latoso. Es algo que yo ya hice; lo disfruté, indagué y experimenté; satisfice mis anhelos. Volver a ese teatro sería como volver atrás. Es como si le dijeran a un pintor expresionista o impresionista que pinte un bodegón realista. Lo podría hacer, pero no le motivaría tanto.
Y a usted le motiva el tipo de teatro que hace...
Sí, porque esta es mi vida, mi obra, mis temas... Soy yo mismo frente a la gente; sin mediadores. La gente viene al teatro y sabe que se va a encontrar conmigo haciendo las cosas de una manera determinada y hablando de una serie de temas. Y yo salgo al escenario con total libertad. No me importa si es teatro o no es teatro, si es correcto o incorrecto convencionalmente -dentro de lo que se entiende que tiene que ser una función-. Todo eso ya para mí dejó de tener valor; son formas de enjuiciar que pertenecen a otro universo, que no es ya el mío.
En el tipo de teatro que yo hago ya no hay esa diferenciación entre el actor y el personaje. Soy un narrador o un animador del público, un «showman» cómico.
El arte es libertad absoluta, no hay reglas...
La única regla es conectar con el público.
Y usted ya sabe que el público ha aceptado su manera de hacer teatro.
Tengo esa seguridad después de experimentar una serie de recursos que le hacen saber los que funcionan y los que no.
Al principio no lo sabría...
No, claro, hasta saberlo me di muchos golpes.
¿Cuánto tiempo está con cada espectáculo?
Depende... Hay que tener en cuenta que yo hago los ensayos de una manera poco usual. «Teresa o el sol por dentro», que hice hace cinco años para el centenario de Santa Teresa, no lo ensayé. Lo escribí, lo toqué... Lo preparé como una conferencia, pero no lo ensayé. Y cuando vino a mi casa el iluminador, Miguel Ángel Camacho, para trabajar las luces del espectáculo, que íbamos a estrenar poco después, se quedó asustado. «¿Y si te quedas en blanco?» «Entonces haré El Lazarillo, que esa me la sé», bromeé. No había un esquema, pero yo sabía lo que necesitaba.
¿Cuánto hay de usted en cada personaje? ¿Deja de ser El brujo en algún momento?
En el tipo de teatro que yo hago ya no hay esa diferenciación entre el actor y el personaje. Lo había, claro, en «La taberna fantástica». En «El contrabajo», en que ya estaba solo, sí interpretaba un personaje, y en «El lazarillo» había una fusión entre los dos, como en Charlot y Charlie Chaplin... Pero en el resto soy un narrador o un animador del público, un «showman» cómico. Pero es que no pretendo interpretar a un personaje, sería una pretensión irremediablemente fallida. Yo quiero hablar con el público, saltarme las reglas... Y si compongo un personaje lo voy a traicionar y será peor.
Ahora mismo solo veo la actualidad con distancia, con una perspectiva distante humorística, escéptica; e incluso con cierta ternura... El otro día, en una entrevista en la radio, me preguntaron qué me parecía el actual Gobierno de coalición. Y yo contesté que ternura.
¿Por qué decidió emprender esta carrera solitaria?
Fue de una manera natural, me fueron llevando las circunstancias. Durante mucho tiempo traté de ser «coherente» y hacer lo que hacemos los actores: tratar de interpretar bien a un personaje, hacerlo creíble. Pero no era lo que yo quería hacer, estaba en un callejón sin salida... Lo hacía para contentar a mis amigos del teatro, a mis directores, a la crítica... Para no «dar el cante». Hasta que en un momento determinado, cuando reuní seguridad porque el público, que es el que me mantiene, estaba ahí, que podía prescindir de todos estos y de sus opiniones -fueran lacerantes o elogiosas, eso me daba igual- decidí ir a lo práctico, que es decir a la gente las cosas que yo quería decirle y que siguieran viniendo a llenar el teatro.
En sus espectáculos habla usted siempre de la actualidad...
Algo aparece siempre, sí.
Y en estos momentos, ¿qué estado prevalece en usted? ¿Indignación, desilusión, ira, pasotismo...?
En otros momentos de mi vida he pasado por esos estados... Pero no hay nada como cumplir años. Y ahora mismo solo hay distancia, perspectiva distante humorística, escéptica; e incluso cierta ternura... El otro día, en una entrevista en la radio, me preguntaron qué me parecía el actual Gobierno de coalición. Y yo contesté que ternura. Es una visión del mundo en la que ya no hay acritud; sabes que los que están ahora se irán, y que antes que ellos estuvieron otros de signo contrario y antes de ellos otros de signo contrario a los anteriores... Que haya gente que se irrita mucho por esto y que se toma las cosas muy a pecho; que son muy sectarios, ya sean de derechas o de izquierdas, me parece lamentable, sobre todo a cierta edad. Se vive mejor con distancia y sin acritud. Y también se muestran menos prejuicios... En este punto estoy yo ahora. Y con ironía. Todos los chistes que hago ahora son demoledores, porque se puede ser más demoledor así que airado; si lo estás se te ve el plumero. Esa es la visión de los trágicos: distancia sobre el mundo, pero muy crítica aun sin una voluntad deliberada de serlo. Es la misma visión que la de los místicos, que la de San Francisco de Asís, por ejemplo. Él, cuando un Emperador, no recuerdo cuál era, cruzó por la Umbría de camino a ver al Papa, les dijo a sus monjes que estaban cavando la tierra que se giraran y le dieran la espalda. Y no porque fuera de extrema izquierda ni anarquista, ni siquiera porque fuera maleducado; no, era un gesto de una actitud vital, filosófica, ante la gloria y el poder del mundo, ante el materialismo. Todo el mundo quería ver al Emperador porque a todo el mundo le gustaría estar en su lugar; hasta el republicano sueña con ser presidente de la República y tener el mismo presupuesto que tiene el Rey... Este tipo de cosas son las que yo digo en mis espectáculos.
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