Desfile de sombras y luces

Una escena de «Divinas palabras» marcosGpunto

Diego Doncel

Hace cien años que se escribió «Divinas palabras», este drama rural gallego donde Valle, por mucho que se diga, más que reflejar esa sociedad de aldeas y caminos de la Galicia profunda, se inventa un mundo, un lenguaje y un género. El mundo de las pasiones, las ambiciones y las moralidades enfrentadas, el lenguaje expresionista de lo popular, lo ancestral y lo mítico, el género que desborda y amplía las convenciones de lo puramente teatral. Valle, aquí, moja su pluma en el furor y caligrafía un argumento en el que Mari Gaila y Séptimo Miau, Pedro Gailo, Juana Reina y Miguelín son los personajes que dan cuerpo a este retablo de la muerte, la avaricia y la lujuria. El centro es la familia de los Gailo, y la acción empieza cuando, al morir su hermana, se disputan a Laureaniño, su hijo hidrocéfalo con el que recorre las ferias obteniendo en limosnas cuantiosos beneficios. A partir de aquí, Mari Gaila abrirá la deriva no solo del secuestro del chico sino la del adulterio.

José Carlos Plaza pone en escena ese mismo furor, ese desfile de sombras, de luces, tan grotesco como violento, donde por una parte se ha hiperbolizado lo miserable, lo cerrado y por otra el fulgor de la carne y del deseo. Y ha conseguido una enorme potencia visual y sonora donde los juegos de los colores, las voces y los sonidos (la campana que dobla, los susurros, los ruidos campestres) crean efectos llenos de misterio. A eso ayuda, además, una escenografía eficaz, sencilla, con esa tela colgante que va dando paso a los distintos escenarios que no son otra cosa que estados de ánimo, estados de conciencia.

Valle se burla aquí de todas las moralidades, pero dota a sus personajes de un universo mental muy conciso: Mari Gaila es la vitalidad, su marido Pedro la tristeza del dogma, Séptimo la fuerza demoníaca. Todo ello lo ha sabido recoger José Carlos Plaza en este montaje perturbador, potente, lleno de aciertos, que sin embargo muestra debilidades en el plano interpretativo, en el casting, tal vez porque la guillotina eléctrica de Valle siempre exige más.

Si «Luces de Bohemia», un siglo después, sigue representando la genialidad hecha teatro, «Divinas palabras» empieza a mostrar sus costuras. Está claro que nos sigue emocionando, que nos sigue enseñando su grandeza sobre todo cuando alguien como José Carlos Plaza nos la da en toda su dimensión trágica, grotesca y alegórica. Su mensaje sigue intacto: somos máquinas de moralidades estrechas, de fanatismos y, sin embargo, tenemos dentro de nosotros el polen de la libertad.

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