El desastre y el futuro

Galardonada con los más importantes premios de teatro en lengua inglesa, en «Los hijos» la realidad está emitiendo continuas fugas radioactivas. La crisis que plantea la obra, un accidente en una central nuclear, nos habla, sin duda, de una emergencia ecológica, pero también de la emergencia en la que nos sumergen los recuerdos, la memoria, cuando aparecen de nuevo ante nosotros y hacen explotar todos aquellos secretos que guardábamos celosamente. Podríamos decir que el contador Geiger que Hazel y Robin tienen instalado en la cabaña donde viven después del desastre no mide sólo el nivel de contaminación nuclear sino también las perturbaciones que crean los espectros del ayer, las grietas por las que se fuga ese pasado que sigue implosionando. Dentro y fuera de esa cabaña, extraordinariamente creada por Mónica Boromello, solo hay desierto, kilómetros y kilómetros de desierto radioactivo y kilómetros y kilómetros de desierto que el tiempo y la vejez van dejado a su paso.
Todo transcurre en una noche, una noche que debiera ser tan rutinaria y ordenada como todas las demás si no fuera porque aparece Rose, ese ángel fantasmal, ese amor perdido hace 38 años, que viene a contaminar todo el presente precario de Hazel y Robin hecho de ganaderías que no existen, de huertos, de yoga, de cortes de luz al borde de la zona de exclusión y, sobre todo, de la atención obsesiva, casi neurótica, hacia su única hija (Lauren) y que les propone un solo mensaje: el sacrificio. Un sacrificio como manera de expiar las culpas, como manera de redimir el fracaso: los tres son los ingenieros nucleares que construyeron esa planta.
«Los hijos» tiene una dimensión política incluso cuando habla de la intimidad, pero sobre todo cuando aspira a ser un ajuste de cuentas con la generación anterior. Es decir, cuando intenta responder a la pregunta sobre qué futuro incierto dejamos como herencia, como proyecto en ruinas.
Basada en unos diálogos ingeniosos, sutiles, de una enorme efectividad, «Los hijos» es una elegía y un alegato. La elegía por nuestra enorme capacidad para conducirnos hacia el desastre y un alegato a favor de nuestra enorme capacidad para la esperanza, para el cambio. No puedo ocultar que en la resolución del argumento hay un punto melodramático que me deja perplejo, me refiero a ese sacrificio final, demasiado obvio y maniqueo. Pero «Los hijos» es una gran obra, tiene hondura, una tensión triste y catártica, una escritura dramática deslumbrante. La fuerza de los personajes, sus dilemas, sus conflictos están perfectamente resueltos en las interpretaciones de Susi Sánchez, Adriana Ozores y, sobre todo, de Joaquín Climent cuya contención, gestualidad y personalidad lo convierten en el centro de la trama. Hay humor, preguntas sobre el envejecimiento, el matrimonio, el colapso moral ante el derrumbe, la culpa, la búsqueda de una salida, todo ello lejos de los estereotipos, sabiendo señalar la huellas de nuestra derrota y el camino de nuestra redención.
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