'Siegfried': sobrevivir con heroica dignidad

Andreas Schager, en 'Siegfried' Javier del Real

Alberto González Lapuente

Cuando parecía que el Teatro Real ya lo había demostrado todo, aún sorprende al mundo dando un triple salto mortal para colocar sobre su escenario a 'Siegfried', obra de orquesta portentosa y de considerable duración. Nadie ha domado a la pandemia, a sus miedos y limitaciones con semejante audacia, y mientras hay instituciones (culturales) que sobreviven, en el peor de los casos compartiendo la tristeza de quien está en este mundo porque no hay otro remedio, el Real encara el presente con resolución, buscando soluciones y aspirando a crecer. Como el héroe wagneriano aquí no se conoce el miedo y las hazañas son prodigiosas: no hay oso, dragón o montaña ardiendo que le amilane en sus propósitos. El primero, el más noble, es el de la normalización, y este 'Siegfried', que se estrenó anoche en el Real y que todavía incluye siete funciones, continúa la senda marcada hace dos temporadas cuando se inició la representación de 'Der Ring des Nibelungen' sobre la propuesta escénica diseñada por Robert Carsen y Patrick Kinmonth, estrenada hace unos catorce años en la Ópera de Colonia.

Lo que el Teatro Real está haciendo, más allá de sus razones económicas y estructurales, es transmitir la impresión de que en el plano artístico no hay fronteras si se toman las medidas adecuadas. Ante 'Siegfried', la principal adaptación ha sido la de la rearmar la orquesta en una ubicación que implica, además del foso, la ocupación de ocho palcos a los lados del escenario: en el lado izquierdo con la percusión y seis arpas, y en el derecho, con la tuba, trompetas y trombones. Ni el propio Wagner, aún siendo un profeta de la llamada 'música del futuro' (expresión derivada de su escrito 'Das Kunstwerk der Zukunft' -La obra de arte del futuro-) pudo imaginar semejante alarde. En realidad porque su prototipo sonoro era muy distinto y acabó fijado en la arquitectura del teatro de Bayreuth, donde la orquesta envuelve las voces en una atmósfera de portentosa irrealidad.

Con frecuencia se discute la validez de las puestas en escena, y esta dará que hablar según demostraron las muestras de desaprobación que anoche escuchó Carsen, pero apenas se comentan otros asuntos también importantes como la fidelidad al texto musical en relación con su proyección acústica. La renuncia a la ortodoxia que se propone en el Real implica la presencia evidente del metal, particularmente de la tuba, la falta de una sonoridad profunda, grave y esencial en favor de una brillante y novedosa espectacularidad que bien podría renovar la discusión sobre el protagonismo que lo instrumental tiene en las óperas wagnerianas. La 'nueva' sonoridad se ejemplifica estupendamente con el preludio del tercer acto, cuando por primera vez la orquesta suena en su totalidad, incluso también en el interludio, pues entonces la experiencia se expande en toda su amplitud.

El director Pablo Heras-Casado disfruta mucho esos momentos que concentran el énfasis y apuntalan la estupenda continuidad con la que se aborda una versión musical muy sólida y coherente, bien construida, que limita el volumen de la orquesta pese a la dificultad de la colocación y en la que destaca la visión general por encima del trabajo interior de una partitura repleta de figuraciones con enorme carácter simbólico, entretejidas en una red portentosa y, a veces, poco aprovechada. Fue, precisamente, el tercer acto, la prueba de fuego en la representación de anoche, desde la perspectiva orquestal y también vocal, al consolidar el triunfo indiscutible del protagonista, Andreas Schager. Ya el primer acto fue una demostración de resistencia que se mantuvo incólume hasta la nota final. La voz grande, no especialmente atractiva, pero proyectada con una autoridad sorprendente convierte su actuación en memorable.

Es una pena que el dúo final con Brünnhilde le coloque al lado de Ricarda Merbeth, una cantante especialmente destemplada, con un vibrato incómodo y un punto chillona. Porque, hasta ese momento, la representación creció imparable. Tomasz Konieczny, el viandante, lo dejó claro al reservarse para el dúo con Erda: algo desigual en los registros y sin ese poso de autoridad que demanda el personaje, alcanza a ser un dios desafiante. Andreas Conrad dibuja y canta a Mime con enorme precisión y es una de las estrellas de un reparto especialmente sólido. Jongmin Park le da a Fafner profundidad; Okka von der Damerau canta con notable suficiencia el papel de Erda; Leonor Bonilla señala el candor del pájaro del bosque, y Martin Winkler acierta en la vocalidad de Alberich y no tanto en el perfil del personaje obligado por la discutible solución escénica de Carsen.

Al director teatral se le escabulle la obra en cuatro escenas, de extraña heterogenidad: desde el campamento de Mime al pie de una caravana destartalada, al bosque fulminado y en plena desertización, la estancia decadente, fría y en mudanza en la que Wotan se encuentra con la durmiente Erda, y la esencial representación de la montaña donde Brünnhilde duerme rodeada por el fuego. En este caso se trata de una imagen poderosa muy propia del director canadiense. Pero es extraño el paso desde lo figurativo a lo esquemático, aun sabiendo que muchos gestos de este 'Siegfried' tienen sentido en el contexto general de la 'Tetralogía' y en la conclusión que marca 'Götterdämmerung'. La tercera jornads se verá el próximo año, si es que las circunstancias todavía lo permiten, aunque sabiendo que se trata del Real es fácil prever que habrá una solución que distancie los riesgos, proponga posibilidades y calcule las consecuencias.

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