Guns N’Roses, arrollador reencuentro con la historia en el Estadi Olímpic
La banda californiana revisó sus clásicos durante más de tres horas y selló su resurrección en Barcelona ante más de 50.000 personas
Será por la pasta, por la nostalgia o, simplemente, por el chute de adrenalina que debe suponer vérselas de nuevo con audiencias de 50.000 personas apiñadas y sudorosas, pero lo cierto es que la vuelta a la vida de los Guns N’Roses de Axl Rose, Slash y Duff McKagan funciona como inmejorable recordatorio de que hubo un tiempo, allá por los noventa, en que a los californianos no había quien les tosiera. Un pasado glorioso que, durante unas horas, revivió en un Estadi Olímpic tan abarrotado como ansioso por sellar entre himnos acorazados, épica de estadios y sacudidas eléctricas un arrollador reencuentro con la historia del rock.
En realidad, tampoco era tan difícil: bastaba con realinear las tres piezas originales de la formación, tomar impulso desde la trinchera de «It’s So Easy» y reenganchar la noche del domingo a la de aquel lejano 5 de julio de 1993, cuando la encarnación original de la banda ofreció su último actuación en Barcelona. Pura nostalgia, sí, pero servida con una actitud y una entrega difíciles de encontrar en este tipo de reuniones eminentemente pecuniarias.
Una prueba de resistencia transformada en tres horas largas de concierto que vinieron a explicar con aplastante autoridad por qué los de Los Ángeles fueron la última gran banda de rock de estadios. Tres horas de guitarras furiosas, solos kilométricos, versiones para todos los gustos -algunas espléndidas y apabullantes, como el «The Seeker» de The Who y esa «Attitude» de los Misfits anudada a la memoria de Johnny Thunders; otras extrañamente desubicadas, caso del «Wichita Lineman» de Jimmy Webb- y, sobre todo, un generoso surtido de himnos despachados con puño de hierro.
Un festín de rock endurecido, baladas estratégicamente situadas, recesos acústicos con «Patience» a la cabeza y aparatosos guiños a su fase de megalomanía desatada -lo de «Coma» fue todo un test de esfuerzo- que Axl Rose, con su pinta de acabar de asaltar un tenderete de bisutería, pasó por la lijadora con su voz algo maltrecha y ajada. A su lado, Slash y Duff, auténticos pulmones de estos Guns 2.0, se multiplicaban para cubrir flancos y regalarle al cantante valiosos minutos para recuperar el aliento y boquear entre bastidores.
Así, con el trío original correteando de lado a lado del escenario y las pantallas recreándose en la imaginería de la banda, fueron cayendo, casi sin descanso, aplastantes incunables de los ochenta como «Mr. Brownstone» y «Welcome To The Jungle»; citas a ese «Chinese Democracy» que Rose grabó junto un puñado de mercenarios, rescates de Velvet Revolver, la banda que Slash y McKagan formaron junto al malogrado Scott Weiland; e implacables detonaciones como el «Live And Let Die» de los Wings o una «Rocket Queen» con Slash en modo plusmarquista de las seis cuerdas.
Fueron esos momentos de exhibición personal, inevitables en este tipo de formatos pero incompatibles con cualquier noción de ritmo, los que acabaron restando un poco de pegada a una noche que, brincando de la épica y el piano de cola de «November Rain» a la reinvención eléctrica de «Used To Love Her» y del despliegue móviles de «Don’t Cry» a una «Knocking On Heaven’s Door» un tanto contrahecha, ganaba un cuantos enteros cada vez que la banda echaba mano de la energía en bruto y sin adulterar de «Appetite For Destruction».
Un debut legendario que la banda revisó a conciencia para exprimir las ardientes caricias de «Sweet Child O’Mine» -extensa introducción con el solo de «El padrino» incluida-, soltar del toril una desbocada «Nightrain» y despedirse entre fuegos artificiales y cañonazos de confeti con la intratable «Paradise City». Un implacable gancho final para una banda que aún sabe cómo noquear con cada asalto. Eso sí: con algo menos de minutaje el impacto hubiese sido aún mayor.