The Chemical Brothers, durante su actuación en el Sónar Adrián Quiroga

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El calor era asfixiante. Infernal. Asomaba uno la cabeza por el SonarClub y casi podía sentir como el público se iba licuando poco a poco. Fuera corría un airecillo la mar de agradable, todo un respiro después de cuatro días de ola de calor, pero dentro… Dentro el ambiente era irrespirable. Nadie quería perderse el regreso de The Chemical Brothers al Sónar, por lo que el escenario central del festival fue el sábado por la noche una gigantesca y colosal sauna con rayos láser y cervezas a seis euros. «Hey girls, hey boys, superstar DJ's, here we go…».

El dúo de Manchester, cada vez más lejos de sus días de gloria sintética, no era precisamente una novedad en cartel -ya pasaron por aquí en 2015, 2010 y 2005; y eso por no hablar de las otras seis o siete veces que han actuado en la ciudad-, pero su tirón sigue estando fuera de toda discusión. Serán las ganas acumuladas tras dos años de pandemia o que, aún hoy, no existe máquina de baile más efectiva ni fin fiesta más arrollador para un festival como el Sónar que la aparatosa 'mascletá' de los británicos. El caso es que ahí estaban unos ya cincuentones Tom Rowladns y Ed Simons, camuflados en la penumbra del escenario y parapetados tras sus consolas mientras empalmaban cables, retorcían botones y viajaban a los orígenes del 'big beat' para recordar el momento más o menos exacto en el que la electrónica empezó a tontear con el rock.

The Chemical Brothers, en el festival barcelonés Adriá Qurioga

En el menú, hora y media de electrónica de manga ancha, funk acorazado y química recreativa. 'Block Rockin' Beats', 'Go' y 'Hey Boy Hey Girl'. 'Galvanize' y 'Star Guitar'. Pedacitos de 'Song To The Siren' triturados entre espasmos de techno contrahecho, guiños (pocos, no vaya a ser) a su último trabajo, 'No Geography', e himnos de cuando la música de baile se asomó al siglo XXI con ambición faraónica.

Un rodillo sintético para dejar al público bien planchadito que, pese a la persistente sensación de déjà vu, mutó en sofocante rave de ritmo acorazado y vistoso entretenimiento audiovisual: con Simons y Rowlands lejos de los focos, el auténtico espectáculo estaba en el festín visual de las pantallas, un despliegue tecnológico cortesía de Adam Smith y Marcus Lyall con hitos como los bailarines retrofuturistas de 'Hey Boy Hey Girl', el inquietante chaparrón de rayos láser y chorros de luz de 'MAH', la imponente presencia de la cantante Aurora en 'Eve Of Destruction' y los simpáticos robots de 'Under The Influence'.

Un atracón de techno cuidadosamente realizado y servido en modo buldócer que se solapó con el regreso de Arca, ciclón tropical y deslenguado laboratorio de reguetón de diseño que abrió una vía de futuro para un festival que, cuna de las músicas avanzadas, repetía cabeza de cartel por cuarta vez desde 2005.

El éxtasis de Maria Arnal

En el Sónar de Día, el protagonismo fue ayer para dos propuestas de aquí que, sin embargo, parecen como recién aterrizadas de dos galaxias completamente diferentes. Por un lado Morad, rapero del barrio de La Florida, en L'Hospitalet, y paradigma de músico de éxito nacido y crecido de espaldas a casi todo. Por el otro, Maria Arnal y Marcel Bagés, aventureros de la electrónica con tentáculos en la música popular que llegaban al festival para darle la vuelta a 'Clamor'.

El chico de barrio y los exploradores de Flix. El primero, noticia la semana pasada tras ser detenido por conducir sin carnet, se estrenó en el festival exhibiendo orgullo callejero, 'flow' vertiginoso y un ritmo febril poco habitual en unos conciertos dados al parón y al parloteo. «Yo también corro y lucho, pero no traiciono», dijo para presentar 'Mbappé', uno de esos himnos cosidos al asfalto que, como 'Motorola' y 'Sueño', empezaron a sentar las bases del relevo generacional del Sónar.

La cantante Maria Arnal, en el Sónar Adrián Quiroga

Un futuro que, desde un extremo prácticamente opuesto, también abrazan Maria Arnal y Marcel Bagés. Al dúo catalán se le quedó pequeño el SonarHall y, casi literalmente, también el escenario: hasta una treintena de voces del Cor de Noies del Orfeó Català escoltaron a la cantante en su travesía por un paraíso sintético que, de Björk a Cocteau Twins, embrujó el atardecer del festival con un espectáculo arrebatador. Un viaje a través de su último disco que Arnal, eufórica, transformó en aquelarre electrónico y éxtasis compartido con público que abarrotaba el recinto.

Incluso hubo un amago de colaboración virtual con Holly Herndon, otro de los tótems del festival y creadora digital que, en foto fija desde la pantalla, apadrinó el momento más experimental del concierto, con las voces superponiéndose en bucles infinitos y Arnal fundiéndose con el resto del coro. Pura magia para uno de los momentos más conmovedores de este Sónar 2022.

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