El Novecento de Camilleri (y más allá)

Poco antes de morir, el escritor dictó una larga carta para su bisnieta, en la que repasaba su biografía y la de Italia, que ahora se publica en España

Andrea Camilleri, fotografiado en 2008 EFE
Bruno Pardo Porto

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Camilleri ya se había quedado ciego cuando decidió echar la vista atrás. Tenía 91 años y la certeza de que no vería crecer a su bisnieta Matilda, que por entonces –verano de 2017– contaba solo cuatro primaveras y aún no había descifrado el alfabeto. Se sabía mortal, pero también memorístico, y era consciente de que el papel podría sobrevivirlo, al menos, hasta que la pequeña se preguntara quién diantres era el viejo Andrea del que todos hablaban. Así que, como tantas otras veces, el incansable bisabuelo comenzó a dictarle a Valentina, su secretaria y también sus manos: «Matilda, querida mía»… Con su voz modulada por el humo, también incansable, de sus cigarrillos (nunca dejó de fumar, hasta que murió en julio), Camilleri fue dibujando el recuerdo de su vida y los muchos mundos que habitó: la Italia fascista, la juventud, el comunismo, la poesía, el matrimonio, la democracia, el éxito… El resultado es algo así como un fresco del hombre y sus circunstancias presentado en forma de misiva, que ahora llega a España con el título de « Háblame de ti. Carta a Matilda » (Salamandra). Para ella, un regalo futuro; para nosotros, un testimonio privilegiado y, por qué no, un jugoso anecdotario.

Su historia comienza, claro, en Porto Empedocle (Sicilia), donde nació en 1925, cuando «el fascismo era ya una dictadura consolidada» y los sábados había que ponerse el uniforme para «hacer maniobras». La literatura, lamenta, no se destilaba mucho entre los niños, aunque él tuvo la suerte de que su abuela y su madre le enseñaran a leer a los cinco años. A los seis, presume, ya devoraba los libros de la biblioteca paterna, renegando de lo infantil o lo juvenil. «Mis primeras lecturas fueron, de hecho, Conrad , Melville y Simenon . Y ya no paré de leer», sentencia.

El niño era, sobre todo, un entusiasta. Con diez años, después de enterarse de que Mussolini le había declarado la guerra a Abisinia, él no dudó en escribirle pidiéndole autorización para ir como voluntario al campo de batalla. El Duce, para pasmo del crío, le respondió diciéndole que «era demasiado joven»… En la adolescencia, cuando el nazismo ya había entrado en el país por la vía del eje, descubrió lo que era el antisemitismo al ver cómo un compañero de clase se marchaba del colegio por ser judío. Fue ahí cuando empezó a resquebrajarse su fe en el fascismo. En una visita del príncipe heredero Humberto a Sicilia, tuvo la gran idea de gritarle: «¡Libérenos de Mussolini!». Le expulsaron del Partido Fascista, aunque luego le readmitieron por un acto heroico durante un bombardeo. Ya en 1943, cuando le llamaron a filas, no dudó en desertar. «Ante el primer carro de combate americano que vi aparecer me eché a llorar», relata.

Nunca fue un gran alumno, aunque siempre destacó en Italiano y Francés. Durante el bachillerato comenzó a escribir poesía, y en 1947 quedó segundo en el afamado premio Saint-Vicent, por detrás de Pier Paolo Pasolini . Ese mismo año, Camilleri se fue a Roma a estudiar en la Academia Nacional de Arte Dramático gracias a una beca. Cuando se quedó sin ella tuvo que empezar a subsistir. Su primer trabajo fue como lector de guiones, y su primer sueldo fueron cinco cartones de Lucky Strike, que vendió a los contrabandistas. Luego ganó algo de dinero como ayudante de dirección del cineasta Luigi Zampa , aunque este solo le mandaba a «comprarle tabaco de vez en cuando» y terminó por aburrirse. También fue librero, figurante y falso crítico de teatro en París, pues escribía todas sus reseñas desde Roma, mezclando lo mejor que había leído en los medios franceses. Incluso escribió un reportaje completamente inventado sobre el canal Volga-Don que luego replicó la revista de la Kominform (sucesora del Komintern).

Camilleri fue un buscavidas (nada malo, porque «Faulkner había vendido bocadillos» y «Steinbeck había sido portero de noche») hasta que, en 1953, dirigió su primera comedia e inauguró, así, su carrera en el teatro. También fue el momento en el que conoció a Rosetta Dello Siesto , la mujer que le acompañó hasta la muerte. Cuenta que esta solo le dio una botefada en toda su vida, y que fue el día de su boda. «Al cabo de un segundo nos miramos y nos echamos a reír, a lágrima viva, y toda la ceremonia nupcial en la iglesia fue una carcajada continua», evoca.

Además de dirigir teatro, Camilleri daba clases de interpretación en el Centro Experimental (fue el único profesor al que llamaron los alumnos en Mayo del 68) y trabajó durante muchísimos años para la RAI, la emisora pública de Italia. Pero nunca dejó de escribir. Su primera novela se la narró a su padre de viva voz, en su lecho de muerte, y luego la publicó sin mucho ruido en 1978. Tenía 54 años. El éxito llegó mucho más tarde y de forma completamente inesperada, en 1994, cuando publicó «La forma del agua», la primera novela del comisario Montalbano , con el que siempre tuvo una relación «amor-odio», pues nunca quiso hacer una gran serie literaria. Sea como fuere, el invento vendió 18 millones de ejemplares solo en Italia. «¿Y qué he hecho con ese dinero? He comprado una casa para mis hijas y mis nietos, y otra para Rosetta y para mí, y además he tenido la tranquilidad de poder recurrir a ese dinero en caso de necesidad, que no es poco», confiesa.

El siglo XXI

Con esa tranquilidad entró en el siglo XXI, que analizó periódicamente en la prensa. Le explica a Matilda el ascenso y la corrupción de Berlusconi , el auge del populismo y los demás problemas de Europa, «que no podrá sobrevivir si no cambia radicalmente muchas de sus leyes». También la previene del racismo («El otro eres tú visto en el espejo») y de los rencores históricos («Dejad que los muertos entierren a los muertos»). No le da muchos consejos, porque «a vivir la vida se aprende con la práctica», pero sí una enseñanza: no juzgues con ligereza. Y le dice que él, por ejemplo, tuvo que conseguirse un certificado de inestabilidad mental para librarse de participar en un jurado... «Desde entonces en los archivos judiciales consta que estoy loco», bromea.

Hay mil anécdotas más (como la noche que sobrevivió a un tiroteo de la mafia o el día que renunció a un soborno de medio millón de liras) que terminan (auto)retratando a un hombre afortunado y coherente con sus ideas, a un escritor modesto y divertido que nunca quiso «levantar catedrales», sino «iglesias rurales pequeñitas y sobrias». También a un bisabuelo que ya estaba de vuelta y media, pero que seguía disfrutando de su familia. «No me da miedo morir, simplemente me molesta sobremanera tener dejar a las personas que más quiero», zanja en las últimas páginas de la carta.

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