La clave escondida de los Cuartetos de T. S. Eliot
Las cartas que el poeta envió a Emily Hale, que acaban de salir a la luz pese a que él quería quemarlas, podrían desvelar la influencia fundamental que ella tuvo en su gran obra final
La reciente apertura al público del archivo que contiene las cartas enviadas por T. S. Eliot a Emily Hale durante varias décadas ha propiciado que el espectro del poeta apareciera en el mundo digital con una declaración póstuma escrita en 1960 para vengarse de la traición que, a su juicio, cometió su amiga cuando se negó a cumplir su deseo de quemar el epistolario, depositándolo en cambio en la Universidad de Princeton. En su carta dirigida a la posteridad, Eliot se muestra más desinhibido que nunca, atreviéndose a hablar de su intimidad y refiriéndose sin ambages a su primer y espantoso matrimonio con Vivienne Haigh-Wood –de cuya experiencia se nutre la sordidez que sopla en «La tierra baldía» (1922)–, así como a su enamoramiento frustrado con la propia Emily Hale y finalmente a la felicidad crepuscular que encontró al lado de su segunda mujer, Valerie Fletcher, que antes había sido su secretaria en la editorial Faber & Faber y con la que se llevaba más de treinta años.
Más allá del ajuste de cuentas, las cartas a Emily Hale servirán para ahondar en el periodo místico de la vida y la obra de T. S. Eliot. A pesar de sus esfuerzos por desacreditar y aun humillar a Hale, sobre todo para ensalzar en su lugar a Valerie Eliot e incluso para perdonar, al cabo de los años, a su primera y atormentada esposa («Emily Hale hubiera matado en mí al poeta, Vivienne casi provocó mi muerte, pero mantuvo vivo al poeta en mí»), Eliot no ha podido borrar la huella que Hale dejó en su obra.
Tras su traumática separación de Vivienne en 1933, Eliot se convirtió en una especie monje seglar, en un anacoreta, dedicado tan sólo a escribir, rezar y trabajar como editor. Física y psíquicamente arruinado por lo que juzgaba su incapacidad de haber fundado una casa, el poeta se trasladó a vivir a St. Stephen, una parroquia anglocatólica –Eliot había ingresado en la High Church en 1927– del barrio londinense de South Kensington. Célibe y herido por el fracaso de su matrimonio, Eliot, como admite en su carta, idealizó y sublimó entonces su amor juvenil y no correspondido por Emily Hale, a quien había conocido en Harvard en 1912 y con la que retomó la relación a partir de 1932. Inevitablemente, Emily Hale, una profesora de arte dramático, se convirtió para Eliot en el símbolo de todo lo que podría haber sido y no fue, en la posibilidad de un matrimonio feliz y fértil, si hubiera regresado quizá a su país natal para dedicarse a la docencia, una versión de sí mismo que ahora, en la carta que se ha hecho pública, el poeta deprecia sin contemplaciones: «Retrospectivamente, la pesadilla agónica de mis diecisiete años con Vivienne me parecen preferibles a la aburrida miseria de un mediocre profesor de filosofía que hubiera sido la alternativa».
Ese menosprecio por lo que hubiera sido una forma de vida convencional no puede esconder sin embargo la importancia que el amor platónico por Emily Hale, inflamado a partir de su separación y mantenido hasta la muerte en un asilo de Vivienne en 1947, tuvo para la obra que Eliot escribió después de «La tierra baldía». A menudo se ha identificado a Hale con la Beatriz particular que el poeta venera en la segunda parte de «Miércoles de ceniza» (1930), el poema de su conversión religiosa: «Señora de los silencios / angustiada y en calma / rota y tan entera / rosa de la memoria / rosa del olvido / exhausta y procreadora / inquieta descansada / la sola Rosa / es el Jardín ahora / Donde todo amor acaba / Termina el tormento / del amor insatisfecho». Pero fue en «Burnt Norton» , el primero de sus «Cuatro cuartetos» (1943), su gran obra final, donde Emily Hale tuvo una influencia seminal. En una de sus frecuentes visitas a Inglaterra, a finales del verano de 1934, Emily Hale se hospedó en una casa que unos tíos suyos habían alquilado en la bellísima región de los Costwolds, en el condado de Oxford. T. S. Eliot pasó un fin de semana con ellos y él y Emily fueron a visitar Burnt Norton, una casa de campo deshabitada, con un jardín de rosas abandonado y un estanque vacío. La compañía de Emily, con su fertilidad latente pero perdida, el paisaje de aquella casa desahuciada y la intensidad de lo que venía siendo su viaje espiritual desde 1927 alumbraron la hechizante meditación con que se abre la secuencia poética: «Tanto el tiempo del presente como el tiempo del pasado / quizá estén presentes en el tiempo del futuro / y el tiempo del futuro dentro del tiempo del pasado. / Si todo el tiempo es un eterno presente / todo el tiempo es irredimible. / Lo que pudo haber sido es un abstracto, / una constante posibilidad perpetua / en un mundo especular cerrado. / Lo que pudo haber sido y lo que ha sido / avanzan hacia un solo fin / siempre presente».
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